Prólogo
Las sinuosas curvas de su delicado cuerpo
habían permanecido siempre ocultas bajo sus ropas desde los hombros hasta los
pies, no obstante, muchos eran los hombres que habían posado su mirada en ella.
Desde el principio de su tiempo había
aguardado sentada en su majestuoso trono y ante su figura cientos de personas
habían desfilado. Había contemplado cómo los hombres que ahora eran viejos
habían nacido, seguía contemplando a los que nacían ahora y los volvería a
contemplar cuando se hubiesen marchitado debido al paso de las décadas.
El Tiempo sólo la había perdonado a ella y
a nadie más.
Había visto a una generación venir, nacer,
y a otra desaparecer, irse y perderse para siempre en la negrura del olvido.
Sobre su cabeza siempre iba su corona,
símbolo de su poder, y en sus manos aún portaba sus báculos. Su manto le
abrigaba los hombros y la espalda, cayéndole por detrás del respaldo de su
silla real. Viajaba en un carro tirado por dos insólitos corceles que no se
había movido de su sitio en el suelo pero que estaba hecho para surcar los
cielos estrellados.
Sus duras mejillas eran incapaces de
sonrojarse por muchos piropos, halagos o insultos que la dirigiesen. Sus labios
secos jamás habían besado a nadie ni su cuerpo había sentido las caricias y el
calor de otro cuerpo. Dentro de su pecho, su corazón había permanecido quieto
por siglos, inmóvil. No había nadie a quien hubiese amado pero tampoco se le
había concedido la capacidad de odiar.
Bajo su pulcra y lisa frente dos pétreos
ojos contemplaban el infinito sin llegar a vislumbrar nada.
Era una diosa que había sido venerada,
amada, temida y, en los últimos tiempos, olvidada.
Era una estatua que hacía realidad los
sueños de un monarca español sobre el origen de la ciudad capital de su
imperio, escondiendo la verdad acerca del nacimiento de Madrid, una verdad que
aquel rey consideraba infame.
Era La Cibeles. Una divinidad griega
erigida a mediados del siglo XVIII y colocada en Madrid para adornarla con
esplendor y hermosura, cosa que tres siglos después aún hacía.
Muchos, muchísimos, no lo sabían, y sin
embargo no era ningún secreto que, bajos sus pies, bajo las ruedas de su carro,
había oculto a la vista de todos, un tesoro.
Cientos, quizá miles, de lingotes de oro
que eran guardados en una sala subterránea vigilada con la más avanzada
tecnología, y junto a ellos, en uno de los rincones de esa sala se hallaban
varias monedas de oro que habían circulado por la ciudad desde su fundación
hasta la caída del fascismo. Colecciones enteras que hablaban de la historia de
Madrid, de sus reyes, y de su legado. Un verdadero tesoro cuyo valor era
imposible de calcular.
Un tesoro que había sido la obsesión de un
hombre.
1
La casualidad marca nuestras vidas.
La casualidad es una fuerza impersonal que
rige el universo sin estar atada a ningún tipo de orden y determina qué es lo
que podríamos llegar a ser.
No existe la buena o mala suerte, sólo el
conjunto de elementos que se combinan afectándonos de manera positiva o
negativa, dependiendo de nuestros gustos y necesidades en ese momento.
¿Seríamos quienes somos si hubiéramos
nacido en otro país, vivido en otra ciudad o crecido en otro barrio?
Elegimos quiénes queremos ser, lo que
queremos ser, dónde queremos estar y con quién. Pero es todo engaño. Todas
nuestras elecciones se basan en un ámbito cerrado que nos llega a través de las
circunstancias que vivimos, y las circunstancias están regidas por la
casualidad.
Nació en Madrid, en el barrio de Lucero y
vivió allí toda su vida. Creció en el seno de
una familia de policías con un largo historial de servicio a la ley
siendo, primero su abuelo, guardia civil en la posguerra y luego, tanto su
padre como su tío, policías nacionales de la comisaría de la calle Leganitos,
en el centro de la ciudad. La misma a la que pertenecería él años más tarde,
antes de trasladarse a la de Ronda de Toledo.
Le preocupaba que los demás se sintiesen
bien, a salvo. Esto era gracias al trabajo constante de su padre, un hombre que
amaba la justicia y que trató de inculcarles firmes valores morales tanto a él
como a su hermano desde que eran bien pequeños. Ser honrado, decir la verdad,
ayudar a los demás o mostrar generosidad eran cosas que se premiaban en la
familia Otero.
Su hermano pequeño murió cuando ambos eran
niños: un conductor se saltó un semáforo al comienzo del Paseo de Extremadura,
cerca del Puente de Segovia, y arrolló al pequeño para luego darse a la fuga.
Nunca le cogieron. Aquella muerte causó un profundo dolor en toda la familia y
reforzó las palabras de su padre acerca de la importancia de ser un buen
hombre, alguien que velara por el bienestar ajeno incluso más que por el suyo
propio.
¿Sería Alejandro Otero quien era hoy,
oficial de policía con número de placa 4807, si algo en su vida hubiera sido
diferente?
Él había andado su camino pero fue la
casualidad la que lo colocó en ese
camino. Así llegó a la comisaría situada en Leganitos, la que vigilaba el
distrito Centro de Madrid, hacía quince años, cuando casualmente se hallaba
allí el detective Gabriel Mora que le usó a cabalidad, lo que le permitió
crecer en la profesión. Fue seleccionado por el propio detective, junto a otros
tantos agentes más, para participar en una operación cuyo objetivo era detener
a dos peligrosos atracadores de bancos: los hermanos Clavel.
Fue la operación más brillante en la que
participó. Alejandro Otero, ahora de treinta y ocho años, recordaba aquellos
días patrullando sin descanso, buscando pistas, estudiando los asaltos
anteriores de los sospechosos, memorizando datos sobre ellos.
A menudo se veía a sí mismo otra vez con
veintitrés, recién salido de la academia, tan cerca del detective, contemplando
su tensión, su anhelo más intenso por coger a esos dos hombres. Se acordaba de
sus compañeros, algunos novatos también, hablando a escondidas sobre la
obsesión que el detective sentía por los perseguidos. Resultaba obvio que tenía
alguna cuenta pendiente con los hermanos Clavel.
En alguna ocasión, tanto Otero como algunos
de sus compañeros habían intentado seguir la pista del hombre que los había
seleccionado, descubrir qué era lo que tenía el detective contra los fugitivos.
Hicieron especulaciones entre ellos e intentaron unir algunos cabos, pero no
descubrieron del detective Mora más de lo que él les permitió saber. Policías
investigando a policías al tiempo que perseguían a los ladrones.
Sus compañeros. Se acordaba de todos. Con
algunos aún mantenía contacto, con otros no. Otros más ya no estaban. Habían
desaparecido bajo una lluvia de balas o por culpa del cáncer o alguna otra
enfermedad. Ramón Reyes, Diego Cantero, Sergio Valcárcel. ¿Por qué habían muerto
ellos en vez de él o cualquier otro? Algunos dirán que fue el Destino, que
estaba escrito, que les llegó la hora. Pero, en realidad, fue la casualidad, el
resultado de estar en un mal lugar en un mal momento.
También se acordaba de aquella mañana. La
mañana que todo acabó. Los hermanos Clavel y otros dos hombres armados salieron
corriendo del banco que se ubicaba al comienzo del Paseo de las Delicias, cerca
de la estación de trenes. Otero y sus compañeros sabían los detalles del golpe
así que los coches de policía llegaron un momento antes de que los atracadores
huyeran. Hubo un tiroteo en plena calle y los agentes dispararon contra los
neumáticos del coche aparcado que esperaba a los delincuentes, de modo que
estos echaron a correr por las calles. Los agentes les persiguieron y lograron
atrapar al conductor del coche, a los dos hombres armados y hasta a Enrique
Clavel, el pequeño de los dos hermanos.
Héctor Clavel se perdió entre la multitud
con un arma en la mano y una mochila llena de billetes. Iba vestido
elegantemente, como era típico de él. Llevaba un traje color caqui y una camisa
blanca, lisa, con los dos primeros botones desabrochados. Era un hombre joven
que casi rozaba la treintena de años, con la mirada decidida, el pelo negro y
lacio peinado hacia atrás con brillante gomina, fuerte, rápido, pero sobre todo
despiadado.
Corrió velozmente por la glorieta del
Emperador Carlos V arrollando a la gente. Alejandro Otero y su compañero, Ramón
Reyes, salieron disparados tras él. Fueron los únicos que pudieron seguirle
gritando mientras corrían un sinfín de “¡Alto! ¡Alto, o disparo!”. Pero Héctor sabía que no dispararían; conocía
bastante bien a los polis y el método
que debían seguir para realizar una detención.
La gente se apartaba brincando para dejar
paso tanto al perseguido como a los perseguidores. Héctor había cruzado toda la
glorieta y llegaba al cruce con nuevas calles. Era el momento. Se giró
bruscamente y abrió fuego. Fue tan rápido que los agentes no pudieron
reaccionar siquiera.
Ramón Reyes fue alcanzado en el pecho y
cayó al suelo. No se movió más. Otero recibió un balazo en el vientre y se
derrumbó sobre la acera soltando su pistola. Se retorcía gimiendo de dolor
mientras se abrazaba la herida.
Héctor les contempló sin bajar su arma. Se
acercó hasta ellos para comprobar que uno estaba muerto y rematar a al otro.
Apuntó a Otero.
‒ Feliz cumpleaños, poli. ‒ Dijo mirándole fijamente. ‒ Recuerda este día, porque hoy
has vuelto a nacer.
No disparó. Retrocedió un par de pasos antes de girarse y echar a
correr otra vez. Desapareció para siempre.
Qué días aquellos. Alejandro Otero era
joven, dinámico, valiente, lleno de energía y con ganas de cambiar el mundo.
Creía, de hecho, que podría hacerlo. Pensó que esa primera misión bajo las
órdenes de Mora sería el inicio de una emocionante carrera. Las semanas
siguientes se pasaron aburridas buscando la pista de Héctor, pero no dieron con
él, nunca le encontraron.
Los siguientes quince años fueron aburridos
también. No hubo mucha más acción y Otero sólo se enfrentó a pequeñas
detenciones, largos días de patrulla acabados con detallados informes en los
que relataba que nada había pasado.
Siguió contemplando la obsesión de Gabriel
Mora por atrapar a Héctor Clavel, cómo estudiaba los datos que tenía sobre él,
interrogando a sus conocidos, visitando a su hermano Enrique en prisión
repetidas veces. Finalmente, Otero pidió el traslado a la comisaría que se
levantaba en una de las aceras de la Ronda de Toledo, y allí continuó su
carrera.
Soltero tras vivir un par de relaciones
serias pero decepcionantes, con casi cuarenta, sin ascensos, aún patrullaba.
Solía recordar las viejas y emocionantes historias que tanto su abuelo como su
padre y su tío le contaban de niño, llenas de acción, donde habían tenido que
entregar lo mejor de sí mismos para atrapar hábiles forajidos y haber ayudado a
la gente común. Su conversión de hombres a héroes. Creyó que él también sería
uno, pero no fue así. ¿Qué había fallado? ¿Qué le había faltado? Su único
consuelo eran sus recuerdos, el poder decir que él también hizo algo, que
también tenía una historia que contar. Pero cuánto más recordaba más hundido
con el resto de su vida se sentía.
Aquel martes doce de mayo se encontraba de
servicio. Llevaba ya tres horas patrullando cuando su compañero y él se pararon
a tomar un café. Normalmente, cuando le tocaba la ruta por el barrio de
Lavapiés comenzaba desde la plaza de Tirso de Molina y bajaba callejeando hasta
la glorieta de Embajadores donde encontraba ese bar que tanto le gustaba. El
bar Lucas era pequeño, nada fuera de
lo común, pero los churros estaban riquísimos, por lo que Otero llevaba desayunando
allí por años, y siempre pedía lo mismo: café con churros. Pero aquel martes
entraron en una cafetería nueva que había al comienzo de la calle Mesón de
Paredes.
Tenía un estilo moderno. Toda la fachada no
era más que una enorme ventana para poder ver el interior y en el extremo tenía
una pequeña puerta corrediza que se abría sola cuando alguien se aproximaba. En
su interior había varias mesas de forma redonda con una sola pata en el medio,
muy altas, y para poder sentarse en ellas había taburetes cuya altura podía ser
modificada presionando sobre una diminuta palanca que tenían bajo el asiento.
Tras la barra había un escaparate de dulces, bollos y pastelitos llenos de
crema, bañados en chocolate y glaseados en azúcar. Las encargadas eran dos mujeres
argentinas, altas y guapas con unas curvas de vértigo, era imposible no
mirarlas y hablaban con ese acento tan típico de Buenos Aires que tanto le
gustaba a Julián Carvajal, el joven compañero de Otero.
Fue él quien había insistido en entrar en ese
nuevo sitio. Ya había pasado por ahí delante en alguna ocasión y estaba
deseando tener un pretexto para entrar a ver a
las camareras. Al principio, Otero se negó pero tuvo que ceder ante la
insistencia de su compañero que rozaba la pesadez. Dentro, Otero descubrió que
Carvajal ni siquiera quería desayunar, sólo hablar con las chicas buscando su
número de teléfono. El café que se bebió Otero no estuvo mal pero
definitivamente no era nada traído desde otro mundo. La cuenta por un café y un
bollito diminuto resultó ser más cara de lo que Otero podía imaginar. Maldijo
entre dientes mientras rebuscaba monedas en su cartera. Para colmo, a pesar de
la fineza que la bollería presentaba, allí no había ni churros ni porras.
Debían dejar el bar en quince minutos pero
se entretuvieron dieciocho porque Carvajal, que no aceptaba un rechazo, aún no
tenía ningún teléfono.
¿Qué hubiese pasado si hubieran ido a
desayunar al bar que Otero siempre frecuentaba? ¿O si hubieran salido de allí un poco antes o
después de lo que lo hicieron?
A las 10:21 dejaron el bar. Otero,
cabizbajo, salió el primero limpiándose las comisuras de los labios con una
servilleta de papel y entonces alguien chocó contra él.
‒Disculpe, agente. ‒Dijo el hombre contra
el que chocó.
‒¡Vaya con cuidado, ¿quiere?! ‒Le gritó
Carvajal.
El hombre se marchó calle abajo. Vestía una
americana negra combinada con unos vaqueros azul oscuro y una camisa lila, sin
ningún dibujo, con los dos primeros botones desabrochados. En su mano derecha llevaba
una maleta de cuero marrón con dos agarraderas.
Otero, boquiabierto, no se movía. Con la
mirada fija en aquel hombre, lleno de asombro, le observaba marchándose, quieto
como una estatua. Pudo oír la voz de su compañero, quejándose:
‒Hay que ver cómo va la gente hoy. ‒
Exclamó Carvajal colocándose el cinturón, un segundo antes de darse cuenta de
la inmovilidad de su compañero. ‒Eh, Otero, ¿estás bien? Parece que hayas visto
un fantasma.
No había sido un fantasma, pero sí una
aparición. Esos ojos negros y pequeños, penetrantes, colocados bajo esas
pobladas cejas tan hábilmente recortadas; esa nariz afilada con un poco de
caballete; esa mandíbula cuadrada y fuerte; el pelo, tan brillante, peinado
hacia atrás, negro como la pez; la barba era nueva, pero incluso con ella Otero
le había reconocido.
Por casualidad, Alejandro Otero había
chocado en el madrileño barrio de Lavapiés aquella mañana, quince años después,
con Héctor Clavel, el hombre que le disparó, el hombre que le perdonó la vida.
¿Se habrían cruzado alguna vez si algo en algo en aquel día hubiera sucedido de
distinta a forma?
Saliendo de su asombro Otero se volvió
hacia su compañero:
‒Tengo que hacer una llamada.
Instantes después, el teléfono móvil de
Gabriel Mora comenzó a sonar.
2
La radio tenía forma de pulpo. Era un
regalo que habían traído unos amigos desde Calpe. El mecanismo electrónico iba
escondido en una enorme cabeza redonda de la que salían ocho tentáculos que se
unían y que servían de apoyo. De la cabeza salía una pequeña antena, y en el
frente tenía dos enormes ojos blancos y redondos y una boca amarilla y redonda
también que hacían, respectivamente, de sintonizadores y altavoz del aparato.
El pulpo era de color verde, funcionaba a pilas y se hallaba sobre una mesita de
noche.
A las 7:00 de la mañana se conectó
automáticamente y por su boca-altavoz empezó a sonar la voz del locutor de ese
programa de bromas pesadas que la emisora daba hasta la mitad de la mañana.
Raúl alargó su mano y, sin mirar, hundió su
dedo en uno de los ojos del pulpo para apagar la radio. Pero ya estaba
despierto, sabía que tenía que levantarse.
‒Tienes que levantarte, o llegarás tarde.
‒Le dijo Alina, echada a su lado. ‒Otra vez.
Sonaba más a regañina materna que a consejo
de novia. Sin moverse, Raúl abrió los ojos. Estaba tumbado boca abajo y su cara
se hundía en la almohada. Se incorporó torpemente y oyó cómo rechinaban los
muelles del colchón por culpa de su movimiento. Alina se acomodó y siguió
durmiendo plácidamente. Raúl pudo observarla mientras lo hacía.
<<Qué suerte>>. Pensó Raúl.
<<Tú te vas a quedar durmiendo toda la mañana>>.
Él, en cambio, tenía que ir a trabajar. Se
levantó y fue directo al baño. Tras la fiesta de la última noche necesitaba una
ducha bien fría para despejarse. Había sido un fiestón, y eso que era la noche
de un lunes. Ahora era martes y la vida seguía. Raúl tenía que volver a la
realidad y a su estúpido trabajo de mensajero en moto.
El agua fría le cayó por el cuerpo,
reavivándole. Tenía un cuerpo delgado y con poco ejercicio que hiciera
conseguía marcar musculación. Pero no era constante, por lo que daba más imagen
de flaco que de fuerte. No tenía barriga ni tampoco mucho vello. Siempre se
decía que tenía que apuntarse a un gimnasio para empezar a estar en forma, pero
ese momento no terminaba de llegar. Él estaba contento con su cuerpo de todas
formas.
Se peinó su pelo rubio oscuro con un poco
de gomina para ponerlo de punta. Se miró en el espejo, fijándose en que no
tuviera ningún grano en la cara. Sus ojos, de un azul intenso, parecían pedazos
de cielo incrustados en su rostro y con ellos había enamorado a todo el mundo
desde que tenía uso de razón. Primero fue su madre, que le perdonó todas las maldades que un niño podría hacer;
luego, en la escuela, encandiló a las profesoras, no podían imaginar que ese
querubín rubito fuera en realidad un diablillo; después fue el instituto. Allí
se cameló a Sara, María, Carmen, Sandra y todas las compañeras que quiso pero
además supo engatusarse a las profesoras de matemáticas y química para que le
aprobasen sin merecerlo.
Siempre había pensado que siendo guapo no
le faltaría nunca de nada.
Con veinticuatro años no era más que un
repartidor en motocicleta sin haber acabado la secundaria y no aspiraba a mucho
más.
Era un asco de vida pero al menos podía
pagarse ese estudio cerca de la plaza Legazpi; un piso bajo en el número 158 de
la calle Embajadores. Allí tenía todo lo que necesitaba para sobrevivir: baño,
cocina, su televisión, su colección de cómics, un armario con ropa y una cama
para dormir.
Y la tenía a ella. La guapa Alina. No era
suya y no vivía con él, pero esa noche la habían pasado juntos. Él no estaba
seguro de quererla. ¿Le quería ella a él? Tampoco podía decirlo. Pero se lo
pasaban bien juntos.
Raúl salió del baño y se vistió. Si no
fuera porque llevaba el polo de la empresa de mensajería, rojo y amarillo con
las iniciales del nombre de la compañía sobre la parte izquierda del pecho,
nadie pensaría que no era más que un chico normal y corriente que daba una
vuelta en moto.
Se echó dos cucharadas de azúcar y otras
dos de café instantáneo en un vaso, le echó leche y lo puso a calentar en el
microondas. El ruido no molestó a Alina lo más mínimo. Mientras desayunaba, Raúl
leía casi sin parpadear el número 143 en la edición de Forum de La Patrulla-X, el cómic en el que el
hombre-x llamado Coloso traicionaba a sus compañeros para unirse al
archienemigo Magneto.
Miró el reloj. Eran las 7:45. Si quería
llegar a su empresa en la calle del Pez tenía que darse prisa. Dejó el cómic
sobre la mesa y el vaso de café vacío en la pila. Se acercó a la cama y besó a
su novia en la mejilla.
‒Me voy. – Susurró Raúl. ‒ ¿Estarás cuando
vuelva?
‒No lo creo.
Raúl se sintió un poco decepcionado.
Esperaba que Alina le esperase para comer, después de todo, ella no tenía nada
que hacer ahora que andaba sin trabajo.
‒Vale. ‒ Dijo él. ‒ Cuando salgas asegúrate
de cerrar. Te llamaré luego.
La besó en la frente y salió cogiendo el
casco de moto.
Alina no se había quedado satisfecha. ¿Un
beso en la frente? Vaya despedida después de haber pasado la noche juntos. ¿Y
por qué no le había pedido Raúl que se quedara en su estudio? Después de todo,
ella pasaba más tiempo allí que en su propia casa. Era temprano y aún podía
dormir un rato, además se había metido en la cama hacía sólo un par de horas.
Decidió volverse a dormir en lugar de estar pensando acerca de su novio. ¿Era
su novio? No estaba muy segura.
Raúl atravesó un pequeño patio en el que
algún vecino tenía su ropa tendida y subió unos cuantos escalones para llegar
hasta la puerta que daba a la calle. Más que un piso bajo, su estudio en
realidad era un sótano. En frente del portal, en la amplia calle, junto a un
banco, tenía encadenada su Vespa roja
a la que cuidaba como a la niña de sus ojos. Reluciente, brillante, estaba
esperándole. Se colocó el casco, retiró la cadena de protección, arrancó la
moto y condujo calle arriba.
A esa hora el tráfico de Madrid todavía era
muy fluido incluso por las zonas céntricas. El viento le daba en plena cara
mientras navegaba sobre el asfalto. Subió toda la calle Embajadores, ancha en
el punto que comenzó pero que se estrechaba tras cruzar la glorieta homónima y
adentrarse en el barrio de Lavapiés. Salió a la calle Toledo, que empezaba en
uno de los arcos de la Plaza Mayor, y atravesó el túnel que pasaba por debajo
de ésta para salir nuevamente a la superficie, más allá de la calle Mayor.
Bajando por las callejuelas estrechas, retorcidas y con nombres ahora casi
desconocidos llegó hasta Arenal y de allí, girando a la izquierda, recorrió por
la vía peatonal un pequeño trecho hasta la plaza Isabel II donde volvió a subir
una cuesta que le sacó a la Gran Vía pasando por la Plaza de Santo Domingo.
Cruzó la Gran Vía para entrar en la calle San Bernardo y siguió adelante por
ella hasta alcanzar su destino: la calle del Pez, estrecha y diminuta,
perpendicular a la anterior.
Yendo como iba a gran velocidad, apurado
por la hora, apenas se paró a contemplar los primeros rayos del alba bañando la
ciudad. Las farolas empezaron a apagarse y las fuentes de agua volvían a ser
conectadas para que los chorros líquidos que escupían dibujasen acuáticas
formas en el aire. Masas de gente cada vez más grandes inundaban las calles
colapsando autobuses y vagones de metro. El sol surcaba el cielo obligando a
bailar a las sombras de árboles, estatuas y edificios. Los comercios abrirían
en poco. El tráfico en las carreteras pronto sería sumamente espeso y una
oleada de ruido que iba en aumento eclipsaría por completo el sonido del viento
y el fluir del agua, el canto de los pájaros y las voces humanas. Un día normal
en una gran ciudad.
Raúl detuvo su Vespa en frente de la puerta de su empresa y vio a su jefe a través
de la ventana. Bajó de un salto y corrió a entrar sin siquiera asegurar la
moto, pero su jefe, un hombre menudo, gordo hasta la saciedad y con la cabeza
calva como el caparazón de una tortuga salió a saludarle. Roberto Páez se
quejaba de que había que hacer recortes en la empresa, de que las cosas no iban
muy bien con la crisis, pero él no estaba dispuesto a recortar los costosos
puros que fumaba con verdadera pasión. Vestido con una camisa rosada que ya
empezaba a sudar y con unos pantalones vaqueros sin marca abrió la puerta de un
portazo con su puro en la boca.
‒ ¿Dónde puñetas estabas, chaval? ¡Llegas
otra vez tarde!
Raúl lo sabía. Miró el reloj. Eran las
8:08.
‒ Venga, jefe, no son ni diez minutos.
‒Son diez minutos que me voy a cobrar de tu
sueldo. No podemos estar todos los santos días igual, Raúl. Sabes que la
empresa está pasando un momento difícil y cada segundo que perdemos es un gasto
con el que yo tengo que correr. ‒ Cogió un paquete precintado con ambas manos
y se lo pasó a Raúl. ‒ ¿Recuerdas esa casa de abogados a la que has ido tanto
últimamente? Los de Plaza Castilla. A ellos sí debe de irles bien la cosa que
no paran de pedir trastos: sillas, perchas, mesas nuevas, papeleras. Aquí
tienes lo último que han pedido: cincuenta ceniceros de diseño que querían para
ayer. ¡Así que sal ya, cagando leches!
Raúl guardó el paquete en el compartimento
que su Vespa llevaba en la parte de
atrás y volvió a arrancar.
‒Y cuando acabes vuelve directo aquí, que
tengamos una charla sobre tu puntualidad. ‒Le amenazó Páez.
Volvió a introducirse en el fluir de la
circulación rumbo al norte de la ciudad, hasta Plaza de Castilla. Tenía mucho
sueño. Se lo había pasado en grande durante la fiesta pero ahora se arrepentía
de no haber dormido un poco más. Necesitaba una transfusión de café. Un café
bien cargado que le despejase y pensaba tomárselo en cuanto realizara aquella
primera entrega. Su jefe y su charla tendrían que esperar.
Una hora y media después el sol brillaba
fieramente sobre el patio de su casa, reflejándose intensamente en sus paredes
pintadas de blanco por lo que entraba con violencia en el piso bajo de Raúl,
atravesando las cortinas de color crema. Una brillante luz daba en el bello
rostro de Alina y ya no pudo seguir durmiendo más.
Abriendo los ojos maldijo el sol y aquella
horrible ventana tan mal situada. Siempre que pasaba la noche en casa de Raúl
la misma historia. Un sol de justicia se reflejaba en aquellas paredes
blanquecinas y entraba en el estudio, despertándolos. Sí que era verdad que
gracias a eso el estudio contaba con una estupenda luz casi todo el día pero
eso era lo de menos para Alina. Ella quería dormir.
Contempló las paredes, pintadas de amarillo
yema y salpicadas de gotelé, del estudio, a juego con las cortinas de las dos
ventanas que tenía, una dando al patio y otra a la calle, a ras del suelo. Vio
el alto techo y la estantería con los cómics y el televisor que estaba colocada
en frente de la cama, ocupando casi toda la pared. La parte que quedaba libre
de la pared era solamente el hueco de la puerta que daba al patio.
Bostezó y estiró los brazos y las piernas.
Se levantó aún soñolienta y se quitó la ropa con la que había dormido,
deshaciéndose de la camiseta que Raúl le había prestado para pasar la noche. Se
metió en la ducha y abrió el grifo de agua caliente. El vapor del agua inundó
toda la vivienda. Alina amaba el agua caliente, quizás por venir de un país frío.
Necesitaba que el agua estuviera caliente, casi quemando, para sentir los
efectos restauradores de una buena ducha. Sentía cómo la piel se le estiraba y
cómo se le abrían los poros. Justo lo contrario de Raúl que para despertarse
necesitaba un chorro de agua helada sacudiéndole en plena cara.
Notó el agua cayéndole por la espalda,
desde la nuca resbalando hasta los muslos, y cerró los ojos un momento para
saborear ese instante. Bajó la cabeza y tras abrir los ojos vio cómo su pelo
rubio y ondulado le caía mojado por los hombros hasta sus pechos firmes, tersos
y redondos. Tenía una piel blanquecina
que se ponía tremendamente colorada cuando le daba el sol. Junto con su nariz
de punta fina, su pequeña barbilla y sus ojos azules, aquella piel tan blanca delataba
su genética del Cáucaso.
Girándose bajo el chorro de la ducha se
puso de cara al agua y abrió la boca separando sus finos labios. El agua pasó
entre ellos besando su lengua y dientes y sintió cómo le resbalaba por las
comisuras de la boca deslizándose por su suave cuello. Salió de la ducha
empapada. Al secarse con la toalla notó que necesitaba someterse a una dieta
estricta. No estaba gorda ni mucho menos pero tampoco tenía un vientre liso. Si
quería lucirlo el próximo verano tenía que suprimir el tapeo de los jueves por
la noche y quizá algo más.
Se vistió dejando la toalla mojada sobre la
cama. Aún se sentía cansada. No había dormido más de cinco horas pero sabía que
en aquel agujero no iba a lograr volver a pegar ojo con tanta luz como entraba.
Peinándose se sentó sobre la cama mientras pensaba qué iba a hacer. No quería
volver a su piso en el barrio de García Noblejas, estaba lejos, al este de la
ciudad, y esperaba que Raúl la llamase a media mañana para verse en su
descanso, aunque fuera para tomar algo en un bar. Ella sólo tomaría un zumo,
quería empezar ya con esa dichosa dieta.
No tenía nada que hacer ahora que estaba
sin trabajo. Cortaba el pelo en una de esas peluquerías de moda que pertenecían
a una inmensa cadena cuyos locales estaban decorados todos de la misma forma.
Las peluquerías de esa firma habían inundado
Madrid durante los últimos años, debía de haber una en cada barrio. A
ella la habían trasladado a la que se ubicaba cerca del metro Embajadores
durante el último año y medio y allí había conocido a Raúl que siempre iba
porque le quedaba cerca de casa. Raúl se fijó en ella y pedía que fuera la
propia Alina la que le atendiera.
A Alina aquello no le molestó porque aquel
chico rubio era guapo de verdad y resultó ser también muy divertido. Además,
Raúl no era el típico pesado que no aceptaba un “no” por respuesta, Raúl era un
caballero. Le hacía preguntas y la escuchaba, recordaba los detalles. También
le contaba cosas que siempre eran interesantes, los trabajos en los que había
estado, lo que le había pasado en ellos, los viajes que quería realizar. Y un
día, por fin Raúl se armó de valor. La sorprendió trayéndola una rosa y
pidiéndole una cita. Algo muy típico pero que a ella le encantó. Alina aceptó.
¿Cómo iba a negarse? Raúl era muy guapo.
Él siempre escuchaba con atención de modo
que ella acabó abriéndose por completo y le contó todo. Era de Rumanía, de un
pequeño sitio llamado Galati que se hallaba próximo al Mar Negro. Le contó que
aquel lugar era pequeño y pobre y que, con sólo diecisiete años, Alina se montó
en la parte de atrás de una camioneta junto con varias personas más y llegaron
hasta España sin pasar por la frontera. En mitad de la noche les hicieron bajar
del vehículo y los conductores se marcharon. Había pasado los primeros años en
España limpiando casas y cuidando de niños y ancianos hasta que su país entró a
formar parte de la Unión Europea y ella dejó de ser ilegal.
Se puso a trabajar de peluquera y consiguió
una habitación para ella sola en un piso compartido en el número 43 de la calle
Valdecanillas. No era gran cosa pero Alina se sentía muy orgullosa de sí misma.
Era toda una superviviente.
Raúl había quedado impresionado con su
historia. La sacó a bailar y ahora fue a ella a la que tocó impresionarse. Raúl
bailaba muy bien. Alina, en cambio, no sabía bailar pero le encantaba. Ambos
estaban tremendamente enamorados. Pasaron los meses y fueron conociendo los
respectivos círculos sociales de cada uno y a los amigos del otro. Alina
conoció a los padres de Raúl a pesar de que la relación de él con ellos no era
muy buena. Entre los planes de Raúl estaba el de viajar un día a Rumanía a
conocer a la familia de ella.
Entonces ella se quedó sin trabajo. El poco
dinero que le llegaba del subsidio por desempleo tenía que administrarlo bien
así que cada vez salía menos. Raúl no se quedaba en casa porque ella lo hiciera
así que seguía quedando con sus amigos. Ella estaba disgustada con él y él
estaba cansado de pasar las tardes de los sábados en casa de ella viendo
películas descargadas. Empezaron a no verse con tanta frecuencia. Se llamaban
todos los días pero a veces, tras el saludo, ya no sabían qué decirse. Raúl
había intentado dejar de salir por estar con ella, pero aquello le saturaba y
Alina se daba cuenta de ello. Ya no había bailes ni rosas, sólo la rutina.
Alina estaba harta. ¿Qué debía hacer? No
encontraba trabajo así que estaba pensando en mudarse a otro sitio como
Barcelona o quizás Londres. Hasta había pensado en volver a Rumanía. Lo único
que la ataba en Madrid era Raúl pero a él no parecía importarle demasiado.
Se levantó con una decisión tomada. Pasaría
la mañana en el centro, daría un paseo y vería las tiendas. Esperaría que Raúl
la llamase, a pesar de que probablemente tendría que hacerlo ella, y no estaba
muy segura de qué le diría.
Salió del estudio a las diez y cuarto.
A las 10:15 Raúl dejaba su Vespa aparcada en la angosta calle de
Caravaca, a medio camino entre las plazas de Lavapiés y Tirso de Molina. Aparcó
cerca de la esquina con la empinada calle de Mesón de Paredes. Estaba que
echaba chispas. Tanto que colocó la cadena de la moto con prisas y se largó
calle arriba sin pararse a comprobar si la había asegurado bien.
Había hecho la entrega por la zona de Plaza
Castilla, le había llamado su jefe para ordenarle que volviera urgentemente. Ni
tiempo para tomarse ese café que tanto ansiaba había tenido. Volvió a la
empresa sólo para escuchar lo que ya se imaginaba, que era un irresponsable y
un impuntual, que esto no podía seguir así, que tendría una última oportunidad
y más le valía no cagarla, si no cumplía le echarían. Raúl se defendió como pudo, argumentando que
solamente había tardado diez minutos y su jefe le respondió recordándole que
siempre eran diez minutos. Después le dio un par de paquetes más y le dijo que
se diera prisa.
Las entregas eran por el barrio de
Lavapiés, así que Raúl aparcó la moto allí mismo, en una de las callejuelas del
barrio, y se dirigió a una de sus cafeterías favoritas, una situada en la calle
por la que subía ahora, Mesón de Paredes. Era esa cafetería que tenía una
enorme ventana que permitía ver el interior del local. Le encantaba ese sitio
porque lo llevaban dos argentinas preciosas que además hacían unos bollos
buenísimos.
Seis minutos después llegó al bar a tiempo
de ver cómo dos policías salían de él y chocaban con un tipo que parecía muy
fuerte, barbudo, que cargaba una maleta. El hombre se disculpó y siguió su
camino calle abajo mientras los policías se le quedaban mirando. Raúl bajó la
cabeza instintivamente para que no se cruzaran su mirada con la de los agentes
.El hombre con barba pasó por su lado.
Raúl
entró al bar mientras oía la voz de uno de los agentes, el más joven:
‒Eh, Otero, ¿estás bien? Parece que hayas
visto un fantasma.
Y ya no oyó nada más. La puerta automática
se cerró tras Raúl y afuera, en la calle, quedaron los policías con su
cháchara.
‒ ¡Raúl, querido! ‒ Le llamó una de las
argentinas al verle aparecer.
Raúl las contempló con una sonrisa antes de
que la otra también le saludara. Tan sólo la visión de aquellas mujeres tan
bonitas ya le devolvía el buen ánimo.
‒Raúl, guapo. ‒Dijo la otra imitando el
tono de voz madrileño. ‒ ¿Qué te pongo?
‒ ¡Andate,
Moni! ‒ Le gritó la otra. ‒ Dejá que le atienda yo.
Mónica y Graciela, las dos camareras
argentinas, hablaban con ese marcado acento de Buenos Aires con formas
imperativas más propias del italiano que del castellano y convirtiendo el
sonido de las “Y” por “S” aspiradas.
Mónica era la más alta, con el pelo negro y
los ojos oscuros y grandes como una gata, Graciela llevaba el pelo teñido de un
rojo brillante y tenía dos enormes ojos azules, era más bajita que su compañera
pero ambas tenían una esbelta silueta, grandes pechos redondos y tersos y una
cintura estrecha que contoneaban sin cesar al ir caminando.
Cuando Raúl se acercó a la barra las
pupilas de Graciela se dilataron, ese chico le encantaba. Raúl lo sabía y eso
le encantaba a él.
‒Me pones un café, por favor. ‒ Pidió Raúl.
‒Lo que tú querás, lindo. ‒ Le contestó la camarera mientras su compañera se
alejaba esbozando una sonrisa de complicidad.
La cafetera comenzó a llenar la taza.
‒ ¿Qué hacés
este finde? ‒Le preguntó Graciela.
‒Aún no lo he decidido.
‒Voy a dar una fiesta en mi piso el
viernes. ¿Por qué no venís? La
pasaremos rebién, flaco.
‒Ni siquiera sé dónde vives, Graci.
Graciela le sirvió el café y le dio una
berlina de chocolate.
‒A esto te invita la casa si venís el viernes. ‒ Dijo Graciela. ‒ Te
apunto la dirección para que vengás cuando
querás.
Mientras la argentina le escribía su
domicilio en una servilleta Raúl dio un sorbo a su taza de café y escudriñó con
la mirada a los dos policías que aún permanecían en la puerta de la cafetería.
Uno de ellos hablaba por teléfono y hacía rápidos ademanes con las manos,
parecía nervioso. El otro estaba inmóvil con los brazos cruzados, sobre el
pecho.
Raúl conocía bien a los polis. Había tenido muchos encontronazos
con la policía a lo largo de su vida. Le vino a la memoria la primera vez que
le detuvieron, en el invierno de 1999, cuando tenía solamente catorce años.
Andaba en compañía de sus amigos Tito, Andrés y Mario, que siempre buscaban
problemas. Raúl siempre había robado en tiendas cosas que para él no tenían
ningún valor, como bolsas de patatas fritas, refrescos y cosas así, lo que
pudiera pillar en los bazares que llevaban chinos o árabes. Cogía algo con
disimulo y se largaba, y si le descubrían le tocaba correr.
Pero aquella mañana su amigo Tito sacó un
arma.
Habían entrado en la tienda de una familia
china que se dedicaban a vender desde juguetes a ropa a precios muy reducidos.
Sólo estaba uno de ellos así que los chicos entraron para hacerle enfadar y
burlarse de él. Le tiraron los objetos que estaban a la venta colocados en las
repisas, le insultaron, Andrés hasta se puso a mear dentro de la tienda. El
chino se enfadó y empuñó la barra metálica con la que recogía el toldo,
amenazándoles y exigiéndoles que se marcharan. Los chicos estaban riéndose de
él cuando, de pronto, Raúl vio a Tito sacándose una pistola de los pantalones.
Tal vez sus otros amigos se lo esperasen pero la cara de Raúl cambió y pudo ver
que el dependiente también estaba asustado. Le obligaron a darles el dinero
antes de salir huyendo.
Pero los jóvenes delincuentes no tuvieron
éxito. Al salir de la tienda se toparon con dos policías que patrullaban por
allí y los arrestaron. Sin antecedentes y siendo menores de edad consiguieron
una condena leve que cumplieron pasando por el reformatorio. Pero allí comenzó
el distanciamiento entre Raúl y sus padres. Se fue apegando cada vez más a su
amigo Tito y los otros y continuaron asaltando a la gente por la calle,
provocando peleas, sisando carteras a los turistas despistados y robando en
comercios.
Varias veces fueron detenidos y juzgados.
Entraron y salieron de diversos correccionales hasta que se hicieron mayores de
edad.
Entonces dieron el gran golpe.
Y salió mal. Entraron con el rostro
cubierto y armados todos con pistolas en una joyería de la calle Serrano y
tardaron más de lo pensado en salir de allí. Varios policías estaban
esperándoles. Sin pensarlo dos veces, los amigos de Raúl abrieron fuego y los
policías se lo devolvieron. Uno de los chicos fue alcanzado y murió allí mismo.
Otro alcanzó con sus balas a uno de los agentes y varios más se le echaron
encima con las porras en la mano, reduciéndole a golpes. También cogieron a
Tito. Sin saber muy bien cómo, Raúl echó a correr en cuanto comenzaron los
tiros y logró huir en medio de la confusión.
Las condenas para los amigos de Raúl fueron
diferentes: cinco años para Tito por asalto a mano armada, intimidación, robo y
resistencia a la autoridad. El otro chico se enfrentó a cincuenta años por los
mismos cargos y un asesinato.
Raúl
jamás se había sentido tan asustado. Se había salvado y eso era lo que contaba.
Se acabó. Dejó todo aquello atrás y se buscó un trabajo. Y cuando le
despidieron buscó otro, y luego otro, y otro más. La empresa de mensajería para
la que trabajaba le había contratado hacía sólo tres meses y pensaba que no iba
a durar mucho más.
No se le daba bien. Nada se le había dado
bien, excepto las fechorías. Además, ser un ladrón era muy divertido, pero el
hecho de tener que volver a correr como lo había hecho aquella vez, volver a
huir con los polis persiguiéndole,
esa imagen en su cabeza le erizaba el vello de la nuca.
Tan sólo con ver a los policías en la calle
o saliendo de una cafetería se ponía nervioso, alerta.
‒Aquí tenés.
‒ La voz de Graciela al pasarle la servilleta con la dirección de su casa le
sacó de su ensoñación, devolviéndole a la realidad.
‒Gracias. ‒ Raúl cogió el papel y se lo
guardó.
‒ ¿Seguís
con esa mina? La rumana, digo.
‒Alina.
‒Sí, Alina.
‒A veces la veo.
‒Si venís con ella a la fiesta seguro te lo
pasas bien. ‒ Graciela se acercó a Raúl y bajó la voz. ‒ Pero si venís sin ella, yo me encargaré de que
te lo pasés mejor.
Raúl sonrió y la miró fijamente a los ojos.
‒Tal vez lo haga. Dime qué te debo.
‒Vení
el viernes. Ahí me cobraré.
Graciela le guiñó el ojo antes de retirarle
la taza vacía. Raúl vio que los policías se marchaban. Eran las 10:31, tenía
que largarse.
Se despidió de las chicas y salió.
3
El teléfono móvil del detective Gabriel
Mora sonó a las 10:22 en su casa. La melodía era la misma que el aparato traía
nada más lo sacaron del envoltorio. El detective era un hombre muy serio,
incapaz de haberle cambiado a su teléfono la melodía por una canción pegadiza
de alguna estrella del rock.
En la pantalla apareció el nombre “A.
Otero”.
‒ ¿Diga? ‒ Saludó Mora.
‒ ¿Señor Mora? ¿Es el detective Mora? ‒ La
voz de Otero al otro lado de la línea sonaba nerviosa.
‒ Sí, soy yo.
‒Señor, soy el agente Otero, Alejandro
Otero. Trabajé con usted, señor, hace años. En el caso de Héctor Clavel y su
hermano.
La llamada comenzaba a ponerse interesante.
Mora respiró profundamente por la nariz. Todo su interés se centró en aquella voz
nerviosa que le hablaba desde el otro lado de la línea telefónica.
‒Le recuerdo, agente. ‒Mora mentía.
No recordaba quién era Otero, pero Mora era
minucioso, tremendamente ordenado. Conservaba un registro escrito de cada uno
de los casos en los que había trabajado, con notas, apuntes y fotografías de
todo lo que estuviera implicado. Personas, sin importar que fueran aliados o
enemigos; lugares que frecuentaban los sospechosos, lugares que frecuentó Mora
durante cada investigación y porqué; vehículos, fechas, todo lo que pudiera
guardar alguna relación con el caso. Del caso de los hermanos Clavel podría
haber llenado toda una estantería con sus notas sobre conversaciones grabadas,
días de trabajo, modos de vestir de los fugitivos, sus detalles físicos, el
método de trabajo que el propio detective había seguido para dar con ellos, sus
aciertos, sus errores, quiénes habían trabajado con él… encontraría algún
apunte sobre “A. Otero” y entonces recordaría.
‒ ¿En serio se acuerda de mí? ‒ La voz de Otero
no podía resultar más feliz, exultante.‒ Vaya, es… ¡Es un honor, señor! ¡No
pasa un día sin que yo no piense en toda aquella operación! Todo el trabajo que
realizamos, todo el…
‒Agente, le agradezco el gesto de haberse
acordado de mí tras tantos años, pero si esperaba felicitarme por mi santo o mi
cumpleaños, lamento decepcionarle pero…
‒No, no, no, no, señor. Nada de eso. ‒ Se
apresuró a decir Otero. ‒Le llamaba en relación a Héctor Clavel, señor.
Mora empezaba a sentirse cansado de tanto “señor”.
Tenía mucho trabajo que hacer, siempre lo tenía, y esa inoportuna llamada le
estaba robando un tiempo valiosísimo.
La voz del detective era, por lo general,
fría, seca, cortante, por lo que necesitaba esforzarse cuando quería transmitir
brusquedad al hablar. En aquella ocasión se propuso hacer un esfuerzo:
‒Muy bien, hijo. Ahora, dígame qué es lo
que tiene que decirme acerca de Clavel.
‒ ¡Está aquí, señor! ¡En Madrid! ¡Ha
vuelto!
Mora dejó escapar el aire de sus pulmones
abriendo la boca y perdiendo su visión en el vacío. Había esperado esa llamada
demasiado tiempo. No se creía lo que estaba oyendo. Héctor Clavel había vuelto
a España después de quince años. No podía ser cierto, se dijo. Ese “A. Otero”
debía estar gastándole una broma como habían hecho otros a lo largo de esa
década y media, diciéndole que habían visto a Clavel en tal o cual calle y
luego riéndose de él. ¿Cómo le habían llamado en cierta ocasión? Viejo bobo
obsesionado. Sí, ese tipo que le llamaba debía de estar riéndose de él, de su
obsesión por coger a criminales y hacer lo que era justo.
El detective empezó a tornar su asombro en
rabia. Ya daría con ese “A. Otero” y le arrancaría los dientes a puñetazos para
que aprendiera a reírse de él. Pero ahora decidió seguirle la broma.
‒ ¿Y dónde se supone que se encuentra él
ahora?
‒Señor, me he cruzado con él ahora mismo en
la calle Mesón de Paredes, cerca de Tirso de Molina. Camina hacia la plaza de
Lavapiés, aún puedo verlo.
‒ ¡Maldición! ¿Y no se le ha ocurrido
detenerle, agente?
Otero balbuceó algo sin mucho sentido, se
sentía como un estúpido y un novato, pensó que era natural que no hubiese
ascendido en quince años.
‒Señor, pensé que sería mejor llamarle a
usted para que viniera. Que usted se haría cargo de la situación mejor.
Para colmo, el gracioso le estaba pidiendo
ahora que se moviera hasta allí.
‒Muy bien, hijo. ‒Dijo Mora desconfiando. ‒
Usted no le pierda de vista. Estaré allí en menos de veinte minutos.
La llamada había terminado.
‒ ¿Qué mierda pasa, Otero? ‒ Le preguntó
Carvajal a su compañero cuando éste colgó el teléfono.
‒Sígueme, Julián, te lo contaré por el
camino.
Alejandro Otero y Julián Carvajal echaron a
andar calle abajo siguiendo al hombre de la maleta, desapareciendo del campo de
visión de Raúl y todos los que estuvieran dentro de la cafetería.
En su casa, el detective Gabriel Mora
miraba el reloj que había colgado de la pared. Eran casi las diez y media.
Podía invertir un par de minutos investigando un poco sobre ese “A. Otero”.
Sacó unos archivadores y algunos cuadernos de una estantería y empezó a sacar
fichas que llevaban grapadas o sujetas con clips varias fotografías de las
personas de las que hablaban. Empezó a revisar algunas.
Cantero, Diego. Agente de policía. Muerto
por cáncer.
Hernanz, Víctor. Agente de policía. En
activo en la comisaría de Aluche.
Ibáñez, Martín. Conductor de la banda.
Condenado a siete años de prisión. En libertad desde el cuatro de junio de
2005.
Reyes, Ramón. Agente de policía. Muerto en
servicio.
Otero, Alejandro.
Esa era. Cogió la ficha y revisó los
detalles. Había trabajado en el caso cuando era tan sólo un muchacho. Fue
herido por el propio Héctor. Pasado algún tiempo había pedido el traslado a
otra comisaría.
Parecía que “A. Otero” era un buen policía. Leyó las observaciones
que Mora había realizado sobre aquel chaval. Tenía mucha energía, se esforzaba
por trabajar duro, siempre prestaba atención, trataba de cumplir a cabalidad
con los encargos que Mora le había hecho. El detective se había llevado una
buena impresión de aquel policía novato. Le sorprendió que no hubieran
mantenido contacto en todo ese tiempo.
Un pensamiento surcó la mente del
detective: ¿y si fuera cierto que Héctor Clavel hubiera vuelto a la ciudad?
Dejó que su mente fuera un poco más allá y acarició una corazonada.
Cogió otra ficha.
Clavel, Enrique. Hermano pequeño de Héctor.
Uno de los líderes de la banda. Condenado a doce años de prisión. En libertad
desde el uno de mayo de 2011.
Mora sintió que aquello encajaba. El
pequeño de los hermanos Clavel había cumplido una condena de doce años y había
salido de prisión hacía menos de dos semanas. Podría ser que los hermanos
quisieran reunirse tras tanto tiempo.
Tenía que intentarlo. Tal vez esa llamada
no fuera tan tomadura de pelo como había pensado. Se levantó y se dirigió a la
salida. Cogió su abrigo y su pistola. Comprobó que estaba cargada y se la
enfundó antes de salir a la calle Donoso Cortés donde tenía aparcado su Ford
Focus azul oscuro. Colocó la sirena sobre el capó. Tenía que llegar al barrio
de Lavapiés.
En ese mismo instante, Héctor Clavel notaba
los pasos de los dos policías con los que había chocado antes justo detrás de
él. Oía el ruido de sus botas que sobresalía por encima de las pisadas de los
demás transeúntes.
Otero avanzaba decidido con una sola idea
en su cabeza: detenerle.
4
El avión procedente de Santiago de Chile
aterrizó en la Terminal Uno del aeropuerto Barajas a las 7:17 aquel martes doce
de mayo.
Llegaba con más de una hora de retraso pero
Héctor Clavel no tenía prisa. Se mantuvo
sentado junto a la ventanilla mientras los demás pasajeros se levantaban
y recogían su equipaje para luego dirigirse a la salida paso a paso. Sólo
cuando el avión estuvo razonablemente vacío y los pasillos despejados casi por
completo se levantó y tomó su equipaje, una maleta de cuero marrón de forma
cuadrada que se abría como un libro. En la parte superior tenía dos asas, una
en cada cubierta, y un cierre bañado en oro con una contraseña de dígitos.
Héctor llevaba unas oscuras gafas de sol de
piloto, grandes, que le cubrían gran parte del rostro. Por encima de ellas
asomaban dos pobladas cejas que Héctor se recortaba con meticulosidad. En su
frente asomaban algunas arrugas; era joven pero hacía mucho que había dejado de
ser un niño. Su cabello liso conservaba su color azabache sin que ninguna cana
blanca lo salpicase; siempre lo había llevado peinado hacia atrás con gomina,
desde que de pequeño viendo las películas de gangsters descubrió la estética de los mafiosos italianos y a lo
que se quería dedicar cuando creciese. La gomina le daba un brillante efecto
que le complacía observar cuando se miraba al espejo. La barba era nueva, nunca
antes la había llevado. Siempre había sido barbudo y tenía bastante vello por
el pecho y los brazos pero desde joven le había gustado ir perfectamente
afeitado. Ahora, sin embargo, lucía una suave barba perfectamente cerrada que
se le unía a la cabellera mediante las patillas. Para conseguirla se la había
dejado crecer durante todo el último año. No era una barba larga y desarreglada
de estilo hippy o santón de la India,
era una suave melena que le cubría las mejillas y los alrededores de la boca,
tanto encima como debajo de los labios. La llevaba pulcra y aseada,
esmeradamente arreglada, y el cuello lo tenía rasurado al máximo.
Él siempre vestía camisa. Por lo general
las llevaba de un solo color, lisas, ya que no era amante de los estampados,
las rayas o los cuadros. Aquella mañana su camisa era de color lila, con los
botones blancos –abrochados desde el tercero, dejando al descubierto su cuello
y la parte superior de su velludo pecho- y con los puños y el cuello anchos. La
llevaba metida por dentro de los pantalones, unos vaqueros azul oscuro que se
le ceñían. También llevaba una americana negra y unos zapatos de punta cuadrada
del mismo color y que brillaban tanto como su pelo engominado.
Héctor había amado a diferentes personas a
lo largo de su vida pero por encima de ellas siempre se había amado a sí mismo
más. Amaba su cuerpo y le gustaba cuidarlo tanto con ejercicio como con una
alimentación sana por lo que tenía un cuerpo bastante marcado. Era alto, con
unos hombros perfectamente alineados, una espalda ancha y unas manos grandes de
dedos delgados acabados en largas y finas uñas que siempre llevaba recortadas.
No sólo le importaba la imagen que transmitía; el olor para él era algo
fundamental. Tenía una extensa colección de colonias y perfumes, todos de
primera marca, que le ayudaban a transmitir esa fragancia exquisita que
esperaba recibir del mundo y que tan a menudo no le llegaba. El olor que el
mundo le transmitía a él era putrefacto y a veces Héctor deseaba no tener una
nariz tan sensible.
Tenía un olfato excelente, muy fino, y no
sólo para las cosas físicas. Héctor tenía buen olfato para los negocios y todo
aquello que tuviera relación con el dinero. Sabía cuándo algo iba a salir bien
y cuándo algo olía a podrido antes de que verdaderamente apestase. Era un sexto
sentido que había ido desarrollando desde niño con las cartas, los dados y
pequeñas apuestas, ganándoles el dinero del almuerzo a sus compañeros de clase
y luego a la hora de elegir compinches para sus trabajos.
Como
cuando tenía veintiún años y acababa de asaltar esa joyería en Sevilla con dos
marroquíes por encargo de aquel gordinflón, Jacinto Salas se llamaba -¿o era
Jairo, Jairo Salas?- no lograba recordar bien el nombre de su mecenas, del
hombre que les había contratado a los tres desconocidos para dar el golpe, pero
sí recordaba esa sensación al llegar de noche a aquel polígono vacío en las
afueras de la ciudad, sentado en la parte de atrás del coche que sus compañeros
conducían. Al bajar del coche el estómago se le encogió y su corazón comenzó a
bombear sangre de manera salvaje, ni siquiera durante sus atracos se sentía así
de nervioso. Tenían que darle las joyas a ese tipo gordo que les esperaba en
una de las naves del polígono, recoger la pasta que les entregaría y largarse.
Pero algo no iba bien y no sabía qué era. Le dijo a sus compañeros que tenía
que hacer pis y se separó de ellos. Los dos marroquíes entraron al lugar de la
cita y vieron a Salas en medio de aquella nave con el techo varios metros sobre
sus cabezas y algo de maquinaria pesada rodeándoles. Héctor les observaba desde
fuera por una de las ventanas sin que nadie lo supiese y pudo ver la trampa del
gordo. Tras recoger las joyas robadas hizo que sus guardaespaldas les dieran su
recompensa a los dos ladrones: una ráfaga de tiros que los dejó secos, tirados
en el suelo con los ojos abiertos. Luego oyó cómo les ordenaba que salieran y
buscasen al tercer ladrón, a Héctor. Se dio a la fuga en el amparo de la noche
y sobrevivió. Luego buscó a Salas. Indagó sobre él y sobre los que le rodeaban.
Averiguó que estaba casado y que tenía dos niñas pequeñas, que vivía en un
chalet con cinco criados, que su chófer siempre le esperaba en el coche cuando
él se apeaba del vehículo, indagó sobre sus guardaespaldas y sus sicarios y sus
socios. Héctor fue paciente y esperó la oportunidad. Semanas después de aquel
trabajo Héctor Clavel logró vestirse con las ropas del conductor de Salas. El
auténtico chófer se encontraba metido en el maletero del coche, degollado. Cuando
Salas entró en el auto Héctor se giró hacia él y apuntándole con un arma le
dijo:
‒Nadie traiciona a Héctor Clavel.
Un disparo con silenciador. La sangre y los
sesos que brotaron del cráneo de Salas salpicaron el interior del
Mercedes-Benz. Con las lunas tintadas nadie desde el exterior se percató de lo
sucedido.
Héctor condujo tranquilamente hasta la casa
de su ex-jefe, hasta puso la radio del coche. Ese día y a esa hora la casa
estaba vacía, así que aparcó delante de la puerta. Un Seat Toledo blanco estaba
estacionado cerca. Se abrió la puerta del conductor y salió su hermano pequeño,
Enrique. Entraron en casa de Salas y en poco más de veinte minutos la habían
desvalijado. Se marcharon dejando el cuerpo inerte del dueño en el interior de
su propio vehículo.
También recordaba su último trabajo en
Madrid hacía quince años. De nuevo aquella sensación. Sabía que algo iba mal.
Pero no hizo caso de su corazonada porque se hallaba ciego ante la ambición.
Quería pensar en lo rico que sería si todo salía bien.
Su equipo y él asaltaron aquella sucursal
bancaria para llevarse cientos de miles de pesetas. Ese no era el golpe, era
tan sólo la manera más rápida de conseguir el dinero necesario para comprar los
materiales que usarían más adelante. El gran golpe requería una inversión. Al
salir del banco con los fajos de billetes en las bolsas deportivas se
encontraron a los coches de policías cortando la calle, el Paseo de las
Delicias bloqueado.
Los policías abrieron fuego contra las
ruedas del turismo que estaba aparcado delante de la puerta del banco, con el
conductor listo para arrancar, esperando a sus cuatro compañeros. En realidad
no fueron los policías, fue un policía en concreto. Ese maldito detective que
les había seguido por media España los últimos tres años.
El que los policías hubieran llegado en ese
instante y supieran a qué coche disparar no era casualidad. Seguramente tenían
que saber más cosas y eso era por una sencilla razón: alguien les había
delatado.
Héctor sabía sumar muy bien y en un par de
segundos echó todos esos cálculos. Rojo de ira por comprender que le habían
traicionado echó a correr calle arriba abriendo fuego. No se tiró al suelo
cuando los agentes le devolvieron las balas, no pensó en la posibilidad de que
lo hirieran y no le importaba morir. Si ganaba, quería ganarlo todo. Si perdía,
lo perdería todo, hasta su vida. El resto de sus compañeros y su hermano no
pensaban de la misma forma y se tiraron al suelo. Mantuvieron un tiroteo que
acabó en breve con la detención de los cuatro hombres, pero Héctor llegó hasta
la glorieta del Emperador Carlos V, que se hallaba muy próxima, y la cruzó
corriendo por la misma carretera. Un par de coches casi lo atropellaron y
tuvieron que frenar de golpe para no hacerlo, lo que provocó choques y el caos
de la circulación. Mejor, así los coches patrulla no podrían seguirle.
Se dio cuenta de que huía solo, ni su
propio hermano le había podido seguir. Los que sí le siguieron eran dos
policías, un par de críos velocísimos. Casi estaban por alcanzarle mientras le
gritaban que se detuviera. Ningún policía en su sano juicio dispararía estando
la calle atestada de gente, así que Héctor creyó tener una oportunidad.
Había llegado casi hasta la esquina de la
calle Atocha cuando se giró sobre sí, alzando la pistola y disparando varias
veces. Alcanzó a los dos agentes, que se derrumbaron, y tras comprobar que uno
no se movía apuntó al otro. Pero no disparó. Ni siquiera él supo porqué no lo
hizo. Se dio a la fuga teniendo al resto de los policías algo alejados aún y
subió por la calle Atocha para perderse en los enrevesados callejones que lo
sacarían a la zona de Huertas.
Lo había logrado. Se había vuelto a salvar.
Pero el gran golpe se había ido al cuerno y sabía que había matado a un
policía. Tenía que dejar el país.
Amberes, Toulouse, París, Bruselas,
Manchester, Berlín. Huyó pasando por una inacabable lista de sitios. Voló hasta
Sudamérica y acabó quedándose en Santiago una buena temporada. Mantuvo contacto
con su hermano y con un par de personas más en las que confiaba. Ahora que
Enrique había salido de prisión era hora de volver a casa.
Salió del avión y caminó por la terminal
hasta la aduana. Entregó el pasaporte y se quitó las gafas de sol. El agente de
aduana miró el pasaporte y luego le examinó a él. El pasaporte llevaba su foto
pero el nombre que ponía en la primera página era Carlos Pérez Ramos. Todo
estaba en regla. Pasó y se encontró en territorio español. Había vuelto a casa.
No podía dejar de sonreír. No llevaba más
equipaje que la maleta que ya cargaba así que buscó la salida. Tenía pensado
coger el metro pero le informaron que había un autobús que por dos euros le
llevaría hasta el centro de la ciudad, nada más que hasta los pies de La
Cibeles. Héctor volvió a sonreír. Ni planeándolo habría conseguido un destino
mejor. Pero primero desayunaría.
Una hora y cuarto después, al bajar del
autobús en el Paseo del Prado, contempló la estatua de la diosa, magnífica,
soberbia, sobre su carro tirado por dos leones tal y como la recordaba.
Dio una vuelta alrededor de la rotonda
pasando por delante del antiguo palacio de Correos, cruzando la calle Alcalá y
luego el Paseo de Recoletos contemplando maravillado cada rasgo de la
escultura, cada cincelada, cada ángulo.
La expresión serena de la estatua,
contemplando la Gran Vía con los ojos tallados sin pupilas ni iris y la boca
cerrada. Una expresión sumamente seria, como si fuera la diosa de la justicia.
Sobre su cabeza llevaba una corona de piedra y sobre los hombros un manto
pétreo que le caía por el lado izquierdo, rebosando el trono sobre el que
estaba sentada. Notó que su lado derecho estaba más adelantado que el
izquierdo, como si se preparase para actuar. Vio a los dos leones que tiraban
del carro en el que viajaba, los dos con
la garra izquierda alzada, uno de ellos con la cabeza desviada a la izquierda,
vigilando el Prado. Los dos tenían la boca abierta en tan sólo unos centímetros
y parecían que se reían malévolamente. ¿Se reirían acaso de la sobriedad de su
ama? Sea como fuera, aquellas dos bestias de piedra habían arrastrado el carro
de Cibeles durante tres largos siglos y quizás estuviesen condenados a seguir
haciéndolo por toda la eternidad, siempre avanzando sin llegar a moverse del
sitio. Y vio los chorros de agua comenzar a ascender. Uno de ellos, en la parte
delantera del carro, brotaba directamente desde la boca de una enorme cara de
roca labrada a los pies de la diosa dibujando un arco, saltando sobre las
cabezas de los leones, justo entre medio de ellos. Otros dos chorros salían de
los laterales de la escultura, dos geisers que se elevaban a ambos lados del
carro, unos centímetros por delante del eje de las ruedas delanteras, superando
la altura de la diosa sentada. El cuarto chorro Héctor lo descubrió al darle la
vuelta a la estatua y contemplar cómo a espaldas de la divinidad había dos
niños esculpidos vertiendo agua desde unos cántaros.
Héctor acabó sentado en uno de los bancos
del boulevard de Recoletos con la Casa América a su izquierda.
Cibeles había sido la obsesión de Héctor
desde hacía muchos años. Amaba esa estatua. Conocía su origen, quién la
esculpió, porqué lo hizo, cuándo había sido. Sabía cuál había sido el
emplazamiento original de la estatua y sabía muy bien dónde se hallaba ahora y
porqué estaba allí.
El sol le daba en la cara y con los ojos
entrecerrados, Héctor sonrió con satisfacción.
‒Esta vez no me rendiré hasta que me des tu
bendición. ‒ Le dijo a la diosa.
Cibeles no le devolvió respuesta alguna.
Siguió contemplando el vacío infinito con sus pétreos ojos huecos.
Era hora de irse. Héctor se levantó y se
puso en camino. Hacía un buen día y le apetecía andar, dar un paseo por las
calles que conocía de vuelta a casa. Caminó por Alcalá hasta la Puerta de Sol y
contempló cómo había cambiado.
La plaza del kilómetro cero era ahora
peatonal con sólo la calle Mayor como vía de circulación para coches y motos.
Pensó en la forma que tenía la plaza. No sabía por qué se llamaba del Sol y
siempre se lo había preguntado. Pensaba que, vista desde arriba, la forma de la
plaza con las calles que salían de ella tenía la forma de un sol que aparecía
por el horizonte. La plaza era un semicírculo perfecto y si fuera un sol
contaría con cinco rayos luminosos. La línea del horizonte por el que aparecía
ese sol era la calle Mayor y el rayo central que la cortaba perpendicularmente
era la calle del Carmen. A cada lado de esa calle había dos calles
transversales: Montera y Alcalá, a la izquierda; y Preciados y Arenal, a la
derecha.
Le asombró ver la estatua del Oso y el
Madroño a la entrada de la calle por la que él andaba. La habían movido desde
la calle Carmen. Y a la entrada de Arenal habían recolocado una escultura que
anteriormente había gobernado el centro de la plaza: la Mariblanca.
Subió la cuesta de Carretas viendo cómo las
numerosas tiendas de ropa abrían. Atravesó Jacinto Benavente y descubrió que el
teatro Calderón ahora era conocido como Häagen-Dasz. Bajó hasta la plaza de
Tirso de Molina y se asombró de la metamorfosis que había sufrido. Habían
desaparecido las explanadas de arena con bancos de granito y los frondosos árboles.
En su lugar había una fuente con chorros de agua y un parque con columpios para
niños. Se percató de una estatua que no vio a quién estaba dedicada y de los
numerosos puestos de flores. Las terrazas de los bares ya inundaban la plaza.
Héctor no reconocía su barrio. Asombrado,
decidió bajar caminando por la calle Mesón de Paredes para ver qué más había
cambiado en el tiempo que había estado fuera.
Eran las 10:21 cuando llegó a la cafetería
con el enorme cristal. Un policía salió de ella justo cuando Héctor pasaba por
delante de la puerta.
Maldición.
Chocaron, e instintivamente se miraron a
los ojos. Cruzaron sus miradas. Héctor vio algo en los ojos de aquel policía
que no le gustó pero no supo adivinar qué era exactamente. Para colmo, Héctor
no llevaba sus gafas de sol. Se las había quitado en la aduana y no se las
había vuelto a poner.
Maldición, maldición.
‒Disculpe, agente. ‒Dijo Héctor y procuró
alejarse rápidamente.
‒ ¡Vaya con cuidado, ¿quiere?! ‒Un segundo
policía le gritó desde el umbral de la puerta.
Qué mala suerte, pensaba Héctor. Si no se
hubiera parado a ver La Cibeles, o si se hubiese entretenido un minuto más, o
si hubiera ido en metro en vez de ir andando, o hubiera escogido cualquier otra
calle para andar, o tan sólo la acera de en frente, seguro que así no se habría
topado con unos policías en sus primeras tres horas en la ciudad.
Maldita casualidad.
Tenía
que largarse pero tenía que calmarse también. Casi chocó con un repartidor con
un polo amarillo y rojo que caminaba con la cabeza gacha. Seguramente los
policías no supieran nada de él pero sentía aquella incomodidad, aquel
malestar. Algo iba mal. Se dijo a sí mismo que no fuera estúpido, que dejara de
comportarse como un crío, que sólo eran los nervios por haber vuelto a casa, a
un hogar irreconocible.
Pero sabía que algo iba mal.
Así que se dio media vuelta. Sólo volteó la
cabeza un poco para mirar de reojo. Y ahí estaban los dos policías. El que
había chocado con él parecía que colgaba su teléfono móvil y se dirigió calle
abajo. El otro le seguía y ambos mantenían la mirada hacia adelante.
Le miraban a él.
Héctor siguió caminando mirando adelante,
sin volverse de nuevo. Respiró profundamente mientras iba bajando la cuesta y
con la mano que tenía libre buscó sus gafas de sol en uno de los bolsillos de
su americana; se las puso. Apretó el paso.
Varios callejones cruzaban Mesón de Paredes
desde la derecha de Héctor. La calle de Abades, del Oso, de Dos hermanas,
comunicaban la calle Embajadores con esa otra y allí morían. Por el lado
izquierdo la acera era continua, llena de tiendas y bazares regentados por
chinos y bengalíes sobre los que subían casas de varios pisos.
Héctor pensó un par de veces en meterse por
alguno de esos callejones que no estaban tan llenos de gente como en el que se
hallaba pero algo le hizo desechar esa idea. Por la izquierda se abrió ante él
una plazoleta cuadrada asfaltada donde los hijos de inmigrantes del Indostán
solían jugar críquet por las tardes. Ahora sólo había un par de africanos
negros como el tizón en ese instante. Por la derecha estaba la calle
Cabestreros. Tras ese cruce la cuesta de Mesón de Paredes se empinaba un poco
más. Héctor siguió.
Ese trecho de la calle estaba vacío y
presentaba un contraste con el que había unos metros atrás, donde la calle
estaba llena de gente y tiendas. Ahora, a ambos lados de Héctor, sólo había
portales y algún que otro locutorio vacío. El que no hubiera civiles era una
ventaja para los policías, que podrían actuar más libremente.
Al aparecer los policías a la altura de la
plazoleta asfaltada los dos africanos se retiraron sigilosamente. Sólo Carvajal
reparó en ellos pero les miró por el rabillo del ojo, nada más. Otero estaba
absorto.
‒Otero, ¿qué estamos haciendo?
‒Tenemos que detenerle, pero cuidado, es
muy peligroso.
Héctor les sacaba una ventaja que cada ver
era menor. Por la derecha sólo había una tapia y tras ella una caída en picado
a un parque infantil en un desnivel de un par de pisos. A la izquierda
comenzaba la calle Caravaca y ahí la vio.
Roja. Reluciente. Brillante. Hermosísima.
Una motocicleta Vespa con cajetín negro en la parte de atrás.
Algo le inspiró confianza. No había visto
ningún otro vehículo aparcado en esas calles. Se acercó para examinar la moto.
No podía equivocarse, sólo disponía de unos segundos.
Bingo.
La cadena colocada entre los radios de la
rueda delantera estaba mal puesta, no había cerrado. Héctor la retiró sin
problemas. Presionó la tapa de la caja de los cables y la abrió. Un sencillo
cruce de cables y realizó un puente para arrancar la moto.
‒ ¡Héctor Clavel!
Se volvió instantáneamente al oír su nombre
y se encontró con los dos policías cruzando la esquina, mirándole. Uno de ellos
le conocía.
Héctor estaba para sentarse en la moto y
largarse cuando uno de ellos se le acercó. Esa parte del callejón estaba vacío.
‒ ¿Se refiere a mí, agente? ‒Preguntó
Héctor mirando a través de sus gafas de sol.
Otero avanzó hacia él. No había sacado su
arma pero su mano derecha la tenía colocada encima.
‒He esperado mucho tiempo, Clavel. ‒Le dijo
Otero.
Carvajal estaba confuso.
‒Creo que se confunde, agente. Mi nombre es
Carlos Pérez. ‒La voz de Héctor reflejaba el acento chileno que había adquirido
de su paso por Santiago.
‒Las manos arriba, Clavel. Y sepárate de la
moto.
Otero no había desenfundado pero estaba muy
cerca de Héctor. Éste no obedeció la orden.
‒Señor. ‒Le dijo Héctor. ‒ Le repito que me
confunde con…
‒ ¡Vamos! ‒Gritó Carvajal apareciendo. ‒
¡Ya ha oído! ¡Arriba las manos, suelte eso!
De un manotazo Carvajal le tiró la maleta
al suelo. Se había aproximado velozmente para poner un poco de orden. Otero
parecía estar en otro mundo y aquel tipo con barba al que habían parado, ¿quién
demonios era? No entendía nada pero quería ayudar a su compañero. Se había
colocado un paso por delante de Otero, que estaba claramente nervioso, y se
hallaba frente a Héctor. Héctor podía visualizar a los dos agentes desde donde
estaban.
Héctor levantó las manos enseñando las
palmas pero no alzó los brazos que los mantuvo pegados al cuerpo, un viejo truco
que transmitía la idea de que el sospechoso estaba bajo control cuando, en
realidad, al tener los brazos a la altura del cuerpo era cuando más preparado
para defenderse estaba.
Carvajal le cacheó rápidamente. No iba
armado. Otero seguía de pie, frente a él pero por detrás de su compañero, sin
quitarle ojo. Carvajal encontró el pasaporte en el bolsillo interior de la
americana. Se giró hacia Otero.
‒Está limpio.
‒ ¿No lleva armas? ‒Le susurró Otero sin
despistarse de Héctor.
‒Encima no.
‒Miraré en la maleta.
Otero se agachó aún vigilante para examinar
el equipaje de Héctor al mismo tiempo que Carvajal usaba las dos manos para
abrir el pasaporte.
‒Aquí dice que se llama Carlos Pérez Ra…
Como un relámpago, Héctor dio un paso a la
izquierda colocándose en una situación estratégica, haciendo que Carvajal
quedara situado entre Otero y él. En el mismo parpadeo había arrebatado el arma
del agente Julián Carvajal sin que lo percibiese y, después de amartillarla, le
disparó por la espalda.
Otero, de un brinco, se incorporó y se
llevó las manos a su arma.
‒ ¡Quieto! ‒Gritó Héctor. ‒ Si agarras tu
pistola estás muerto.
Apenas un par de metros separaban a los dos
hombres que permanecían inmóviles. Otero estaba paralizado de miedo. Era la
segunda vez en su vida que ese tipo le apuntaba. ¿Para eso había sobrevivido
quince años atrás? ¿Para morir ahora a sus manos?
Sintió un temor apabullante, no se movía
pero sentía que las piernas le temblaban y tenía un enorme deseo de orinar.
Pensó que era un cobarde; no había hecho nada en el pasado y no haría nada
ahora. Estaba preparándose para suplicar. No quería morir. Pensó en que no se
había merecido ningún ascenso y que era mejor así. Ojalá no hubiera deseado
nunca una vida de acción y emociones. Ojalá se hubieran ido a desayunar esa
mañana al bar Lucas, se habría comido
unos churros y no se habría cruzado nunca con Héctor Clavel. Su estúpida y
aburrida vida habría sido estúpida, aburrida y larga.
‒Quítate el cinturón. Muy despacio. ‒Le
ordenó Héctor. ‒ Luego, lánzalo lejos.
Héctor se lo había pensado. No quería matar
a más polis. Sólo quería largarse de
allí. Eso era un contratiempo que retrasaría su gran golpe otra vez. Por otro
lado, si dejaba vivo a aquel policía sería un problema. Le conocía y le había
reconocido. Un policía don nadie sabía que Héctor Clavel había vuelto.
Pero si le mataba, y el otro poli tendido en el suelo moría también,
tendría que esconderse mucho tiempo, varios meses o quizás más. No, esa mañana
no tenía que morir nadie más.
Otero lanzó su cinturón ‒con esposas,
porra, arma y comunicador ‒ tan lejos como pudo.
‒Ahora, retrocede diez pasos. ‒Dijo Héctor
sin moverse. ‒ Y túmbate en el suelo boca abajo, muy despacio.
Otero lo hizo. No veía nada más que los
adoquines de la calle. La boca le temblaba y los ojos se le empezaban a
humedecer.
Héctor se agachó para recoger su maleta sin
dejar de apuntarle. Le echó un vistazo por el rabillo del ojo al otro. Carvajal
estaba tendido en el suelo, boca abajo, inmóvil, y sangraba bastante. Una vez
incorporado, Héctor se montó en la Vespa
y arrancó.
Sin verle alejarse, Otero echó a llorar
mientras oía cómo menguaba el ruido del motor hasta que desapareció.
Eran las 10:33. Hacía dos minutos que Raúl
Galán, de veinticinco años, repartidor, había salido de la cafetería con la
cristalera grande y había bajado por la calle Mesón de Paredes mirando la
servilleta en la que la camarera argentina, Graciela, le había escrito su
dirección y su teléfono. Había aparcado su moto, una Vespa roja, en la calle Caravaca y tenía en su cajetín dos paquetes
que entregar.
Al llegar al cruce con dicha calle giró la
esquina a su izquierda para contemplar cómo su moto se perdía en la lejanía y a
dos policías tirados en el suelo.
Raúl maldijo en voz alta de todas las
formas que conocía y se llevó las manos a la cabeza, tirándose del pelo,
mientras daba un par de pasos en una dirección, luego otros dos en otra, dos
más hacia allá y otros dos para acá. No se paró a contemplar las infinitas
posibilidades, como que si se hubiera tomado el café después de hacer las
entregas jamás se habría cruzado con aquellos tres hombres, no le habrían
robado la moto y el plan de Héctor Clavel habría fracasado antes de empezar.
Pero la casualidad le había escupido en la
cara.
No hay comentarios:
Publicar un comentario