miércoles, 12 de diciembre de 2012

¿Has tenido hoy una buena idea?

Desde que Thomas Edison la inventó, la bombilla se ha asociado con las ideas. Tienes un pensamiento genial, un brillo creativo y lleno de ingenio, y ¡FLASH! se te enciende una bombilla imaginaria sobre la cabeza.
Ojalá tener una buena idea fuese tan fácil como dar al interruptor de la luz pero lo cierto es que tener una buena idea, una realmente buena, puede ser algo mucho más difícil de lo que la gente imagina.

¿Cómo surgen las ideas?

Habrá quien diga que una idea se produce gracias a la capacidad imaginativa del individuo, a la cantidad de información que procesamos y la manera en que podemos usarla o estructurarla, o tal vez a las facultades deductivas de la persona que tras observar y estudiar un determinado asunto piensa en cuáles pueden ser los siguientes pasos o consecuencias.

Bla, bla, bla, todo eso está muy bien y quizá algo de ello (o puede que todo) sea hasta cierto y coherente pero en realidad, queridos lectores, las ideas son como la energía. No se crean ni se destruyen. Simplemente están ahí. Y por tanto no podemos tenerlas, solo interactuar con ellas.

¿Me seguís?

Lo que quiero decir es que nadie "tiene" una idea.
Las ideas están flotando en el aire y vamos a cruzarnos con ellas pero está en nuestras el aprovecharlas o no, y tened por seguro que si nosotros no lo hacemos otros sí que lo harán.

¿Nunca os ha pasado que habéis visto una película o leído un libro sobre un tema con el que vosotros ya habíais imaginado? ¿Nunca se os ha adelantado alguien en algún proyecto o trabajo con algo que estabais desarrollando también vosotros?

Algo así le pasó a Antonio Meucci.
Sabéis de quien hablo, ¿no?
Antonio Meucci, ya sabéis el inventor del teléfono.
Y dirán muchos: "¿Qué dices, tío? El inventor del teléfono fue Graham Bell."

Pues no, señoras y señores, fue Antonio Meucci quien inventó el aparato que conocemos como teléfono en 1857, pero no sería hasta casi 20 años después, en 1876, cuando Graham Bell lo re-crearía y lo patentaría, llevándose así la fama y la gloria.

En realidad, el bueno de Graham no copió nada al pobre Antonio. Ambos estaban trabajando casi al mismo tiempo en idénticos proyectos porque habían tenido la misma fantástica idea.

O más bien, la idea flotante se había topado con aquellas dos mentes pensantes casi en el mismo momento.

Esto es algo que también me pasó a mí.

En 2007 se me ocurrió una idea genial para un libro.
Había sucedido un terrible desastre que había arrasado el planeta y la humanidad superviviente se había visto forzada a buscar refugio en el interior de la tierra, bajo suelo, y vivían en ciudades subterráneas que se conectaban entre sí gracias al metro.

Nunca escribí ese libro. En aquel entonces me hallaba en mi momento "en blanco" y andaba algo alejado de la escritura.
Para mi sorpresa, un tío ruso de cuyo nombre no puedo acordarme ha escrito esa misma historia.
Podéis encontrarla en la FNAC de Madrid y en otras muchas librerías. Se llama algo así como "2033" que es el año en el que transcurre la historia.

¿Os lo podéis creer?

Un tío de Rusia, al otro lado del mundo, está vendiendo libros  en España con una idea que se me ocurrió también a mí.
No solo eso.
¡El tío ha sacado la 2º PARTE de la historia!

¿Qué quiero decir con esto?
Lo mismo que dijo el publicista británico Paul Adler en su obra"El libro más vendido del mundo":
Las ideas no son de nadie.
Están por ahí, flotando.
Si consigues una no pienses que solo se te ha ocurrido a ti. Puede que esa misma idea la esté pensando un millar de personas en cualquier otra parte del mundo.
Así que aprovéchala.
No dejes que se te escape.
Sobre todo si es una buena idea.

Eso fue lo que le pasó al pobre Antonio Meucci.
Y creo que a mí también.

Así que ya sabéis, a escribir,a escribir,a escribir. No vaya a ser que alguien venga y publique lo que hemos ideado.

miércoles, 21 de noviembre de 2012

Espero que os guste

Bueno, esta entrada es solo para comentaros que ya podéis leer los primeros cuatro capítulos de mi novela El oro de la Diosa.
Es un thriller policíaco ambientado en Madrid que trata de la obsesión de dos hombres. Uno de ellos, Héctor Clavel, está obsesionado con robar un tesoro escondido en las catacumbas de Madrid mientras que el otro, Gabriel Mora, está obsesionado con atrapar al primero.

La novela fue finalista de la pasada edición del Premio Fernando Lara y espero que muy pronto pueda ser publicada.

Me gustaría que todos vosotros pudierais leer el comienzo y que me dijerais qué os parece, tanto si os gusta como si no.

Buscad la entrada titulada EL ORO DE LA DIOSA.

El oro de la Diosa

Prólogo


    Las sinuosas curvas de su delicado cuerpo habían permanecido siempre ocultas bajo sus ropas desde los hombros hasta los pies, no obstante, muchos eran los hombres que habían posado su mirada en ella.
    Desde el principio de su tiempo había aguardado sentada en su majestuoso trono y ante su figura cientos de personas habían desfilado. Había contemplado cómo los hombres que ahora eran viejos habían nacido, seguía contemplando a los que nacían ahora y los volvería a contemplar cuando se hubiesen marchitado debido al paso de las décadas.
    El Tiempo sólo la había perdonado a ella y a nadie más.
    Había visto a una generación venir, nacer, y a otra desaparecer, irse y perderse para siempre en la negrura del olvido.
    Sobre su cabeza siempre iba su corona, símbolo de su poder, y en sus manos aún portaba sus báculos. Su manto le abrigaba los hombros y la espalda, cayéndole por detrás del respaldo de su silla real. Viajaba en un carro tirado por dos insólitos corceles que no se había movido de su sitio en el suelo pero que estaba hecho para surcar los cielos estrellados.
    Sus duras mejillas eran incapaces de sonrojarse por muchos piropos, halagos o insultos que la dirigiesen. Sus labios secos jamás habían besado a nadie ni su cuerpo había sentido las caricias y el calor de otro cuerpo. Dentro de su pecho, su corazón había permanecido quieto por siglos, inmóvil. No había nadie a quien hubiese amado pero tampoco se le había concedido la capacidad de odiar.
    Bajo su pulcra y lisa frente dos pétreos ojos contemplaban el infinito sin llegar a vislumbrar nada.
    Era una diosa que había sido venerada, amada, temida y, en los últimos tiempos, olvidada.
    Era una estatua que hacía realidad los sueños de un monarca español sobre el origen de la ciudad capital de su imperio, escondiendo la verdad acerca del nacimiento de Madrid, una verdad que aquel rey consideraba infame.
    Era La Cibeles. Una divinidad griega erigida a mediados del siglo XVIII y colocada en Madrid para adornarla con esplendor y hermosura, cosa que tres siglos después aún hacía.
    Muchos, muchísimos, no lo sabían, y sin embargo no era ningún secreto que, bajos sus pies, bajo las ruedas de su carro, había oculto a la vista de todos, un tesoro.
    Cientos, quizá miles, de lingotes de oro que eran guardados en una sala subterránea vigilada con la más avanzada tecnología, y junto a ellos, en uno de los rincones de esa sala se hallaban varias monedas de oro que habían circulado por la ciudad desde su fundación hasta la caída del fascismo. Colecciones enteras que hablaban de la historia de Madrid, de sus reyes, y de su legado. Un verdadero tesoro cuyo valor era imposible de calcular.
    Un tesoro que había sido la obsesión de un hombre.




















1


    La casualidad marca nuestras vidas.
    La casualidad es una fuerza impersonal que rige el universo sin estar atada a ningún tipo de orden y determina qué es lo que podríamos llegar a ser.
    No existe la buena o mala suerte, sólo el conjunto de elementos que se combinan afectándonos de manera positiva o negativa, dependiendo de nuestros gustos y necesidades en ese momento.
    ¿Seríamos quienes somos si hubiéramos nacido en otro país, vivido en otra ciudad o crecido en otro barrio?
    Elegimos quiénes queremos ser, lo que queremos ser, dónde queremos estar y con quién. Pero es todo engaño. Todas nuestras elecciones se basan en un ámbito cerrado que nos llega a través de las circunstancias que vivimos, y las circunstancias están regidas por la casualidad.
    Nació en Madrid, en el barrio de Lucero y vivió allí toda su vida. Creció en el seno de  una familia de policías con un largo historial de servicio a la ley siendo, primero su abuelo, guardia civil en la posguerra y luego, tanto su padre como su tío, policías nacionales de la comisaría de la calle Leganitos, en el centro de la ciudad. La misma a la que pertenecería él años más tarde, antes de trasladarse a la de Ronda de Toledo.
    Le preocupaba que los demás se sintiesen bien, a salvo. Esto era gracias al trabajo constante de su padre, un hombre que amaba la justicia y que trató de inculcarles firmes valores morales tanto a él como a su hermano desde que eran bien pequeños. Ser honrado, decir la verdad, ayudar a los demás o mostrar generosidad eran cosas que se premiaban en la familia Otero.
    Su hermano pequeño murió cuando ambos eran niños: un conductor se saltó un semáforo al comienzo del Paseo de Extremadura, cerca del Puente de Segovia, y arrolló al pequeño para luego darse a la fuga. Nunca le cogieron. Aquella muerte causó un profundo dolor en toda la familia y reforzó las palabras de su padre acerca de la importancia de ser un buen hombre, alguien que velara por el bienestar ajeno incluso más que por el suyo propio.
    ¿Sería Alejandro Otero quien era hoy, oficial de policía con número de placa 4807, si algo en su vida hubiera sido diferente?
    Él había andado su camino pero fue la casualidad la que lo colocó en ese camino. Así llegó a la comisaría situada en Leganitos, la que vigilaba el distrito Centro de Madrid, hacía quince años, cuando casualmente se hallaba allí el detective Gabriel Mora que le usó a cabalidad, lo que le permitió crecer en la profesión. Fue seleccionado por el propio detective, junto a otros tantos agentes más, para participar en una operación cuyo objetivo era detener a dos peligrosos atracadores de bancos: los hermanos Clavel.
    Fue la operación más brillante en la que participó. Alejandro Otero, ahora de treinta y ocho años, recordaba aquellos días patrullando sin descanso, buscando pistas, estudiando los asaltos anteriores de los sospechosos, memorizando datos sobre ellos.
    A menudo se veía a sí mismo otra vez con veintitrés, recién salido de la academia, tan cerca del detective, contemplando su tensión, su anhelo más intenso por coger a esos dos hombres. Se acordaba de sus compañeros, algunos novatos también, hablando a escondidas sobre la obsesión que el detective sentía por los perseguidos. Resultaba obvio que tenía alguna cuenta pendiente con los hermanos Clavel.
    En alguna ocasión, tanto Otero como algunos de sus compañeros habían intentado seguir la pista del hombre que los había seleccionado, descubrir qué era lo que tenía el detective contra los fugitivos. Hicieron especulaciones entre ellos e intentaron unir algunos cabos, pero no descubrieron del detective Mora más de lo que él les permitió saber. Policías investigando a policías al tiempo que perseguían a los ladrones.
    Sus compañeros. Se acordaba de todos. Con algunos aún mantenía contacto, con otros no. Otros más ya no estaban. Habían desaparecido bajo una lluvia de balas o por culpa del cáncer o alguna otra enfermedad. Ramón Reyes, Diego Cantero, Sergio Valcárcel. ¿Por qué habían muerto ellos en vez de él o cualquier otro? Algunos dirán que fue el Destino, que estaba escrito, que les llegó la hora. Pero, en realidad, fue la casualidad, el resultado de estar en un mal lugar en un mal momento.
    También se acordaba de aquella mañana. La mañana que todo acabó. Los hermanos Clavel y otros dos hombres armados salieron corriendo del banco que se ubicaba al comienzo del Paseo de las Delicias, cerca de la estación de trenes. Otero y sus compañeros sabían los detalles del golpe así que los coches de policía llegaron un momento antes de que los atracadores huyeran. Hubo un tiroteo en plena calle y los agentes dispararon contra los neumáticos del coche aparcado que esperaba a los delincuentes, de modo que estos echaron a correr por las calles. Los agentes les persiguieron y lograron atrapar al conductor del coche, a los dos hombres armados y hasta a Enrique Clavel, el pequeño de los dos hermanos.
    Héctor Clavel se perdió entre la multitud con un arma en la mano y una mochila llena de billetes. Iba vestido elegantemente, como era típico de él. Llevaba un traje color caqui y una camisa blanca, lisa, con los dos primeros botones desabrochados. Era un hombre joven que casi rozaba la treintena de años, con la mirada decidida, el pelo negro y lacio peinado hacia atrás con brillante gomina, fuerte, rápido, pero sobre todo despiadado.
    Corrió velozmente por la glorieta del Emperador Carlos V arrollando a la gente. Alejandro Otero y su compañero, Ramón Reyes, salieron disparados tras él. Fueron los únicos que pudieron seguirle gritando mientras corrían un sinfín de “¡Alto! ¡Alto, o disparo!”.  Pero Héctor sabía que no dispararían; conocía bastante bien a los polis y el método que debían seguir para realizar una detención.
    La gente se apartaba brincando para dejar paso tanto al perseguido como a los perseguidores. Héctor había cruzado toda la glorieta y llegaba al cruce con nuevas calles. Era el momento. Se giró bruscamente y abrió fuego. Fue tan rápido que los agentes no pudieron reaccionar siquiera.
    Ramón Reyes fue alcanzado en el pecho y cayó al suelo. No se movió más. Otero recibió un balazo en el vientre y se derrumbó sobre la acera soltando su pistola. Se retorcía gimiendo de dolor mientras se abrazaba la herida.
    Héctor les contempló sin bajar su arma. Se acercó hasta ellos para comprobar que uno estaba muerto y rematar a al otro. Apuntó a Otero.
    ‒ Feliz cumpleaños, poli. ‒ Dijo mirándole fijamente. ‒ Recuerda este día, porque hoy has vuelto a nacer.
    No disparó. Retrocedió  un par de pasos antes de girarse y echar a correr otra vez. Desapareció para siempre.
    Qué días aquellos. Alejandro Otero era joven, dinámico, valiente, lleno de energía y con ganas de cambiar el mundo. Creía, de hecho, que podría hacerlo. Pensó que esa primera misión bajo las órdenes de Mora sería el inicio de una emocionante carrera. Las semanas siguientes se pasaron aburridas buscando la pista de Héctor, pero no dieron con él, nunca le encontraron.
    Los siguientes quince años fueron aburridos también. No hubo mucha más acción y Otero sólo se enfrentó a pequeñas detenciones, largos días de patrulla acabados con detallados informes en los que relataba que nada había pasado.
    Siguió contemplando la obsesión de Gabriel Mora por atrapar a Héctor Clavel, cómo estudiaba los datos que tenía sobre él, interrogando a sus conocidos, visitando a su hermano Enrique en prisión repetidas veces. Finalmente, Otero pidió el traslado a la comisaría que se levantaba en una de las aceras de la Ronda de Toledo, y allí continuó su carrera.
    Soltero tras vivir un par de relaciones serias pero decepcionantes, con casi cuarenta, sin ascensos, aún patrullaba. Solía recordar las viejas y emocionantes historias que tanto su abuelo como su padre y su tío le contaban de niño, llenas de acción, donde habían tenido que entregar lo mejor de sí mismos para atrapar hábiles forajidos y haber ayudado a la gente común. Su conversión de hombres a héroes. Creyó que él también sería uno, pero no fue así. ¿Qué había fallado? ¿Qué le había faltado? Su único consuelo eran sus recuerdos, el poder decir que él también hizo algo, que también tenía una historia que contar. Pero cuánto más recordaba más hundido con el resto de su vida se sentía.
    Aquel martes doce de mayo se encontraba de servicio. Llevaba ya tres horas patrullando cuando su compañero y él se pararon a tomar un café. Normalmente, cuando le tocaba la ruta por el barrio de Lavapiés comenzaba desde la plaza de Tirso de Molina y bajaba callejeando hasta la glorieta de Embajadores donde encontraba ese bar que tanto le gustaba. El bar Lucas era pequeño, nada fuera de lo común, pero los churros estaban riquísimos, por lo que Otero llevaba desayunando allí por años, y siempre pedía lo mismo: café con churros. Pero aquel martes entraron en una cafetería nueva que había al comienzo de la calle Mesón de Paredes.
    Tenía un estilo moderno. Toda la fachada no era más que una enorme ventana para poder ver el interior y en el extremo tenía una pequeña puerta corrediza que se abría sola cuando alguien se aproximaba. En su interior había varias mesas de forma redonda con una sola pata en el medio, muy altas, y para poder sentarse en ellas había taburetes cuya altura podía ser modificada presionando sobre una diminuta palanca que tenían bajo el asiento. Tras la barra había un escaparate de dulces, bollos y pastelitos llenos de crema, bañados en chocolate y glaseados en azúcar. Las encargadas eran dos mujeres argentinas, altas y guapas con unas curvas de vértigo, era imposible no mirarlas y hablaban con ese acento tan típico de Buenos Aires que tanto le gustaba a Julián Carvajal, el joven compañero de Otero.
    Fue él quien había insistido en entrar en ese nuevo sitio. Ya había pasado por ahí delante en alguna ocasión y estaba deseando tener un pretexto para entrar a ver a  las camareras. Al principio, Otero se negó pero tuvo que ceder ante la insistencia de su compañero que rozaba la pesadez. Dentro, Otero descubrió que Carvajal ni siquiera quería desayunar, sólo hablar con las chicas buscando su número de teléfono. El café que se bebió Otero no estuvo mal pero definitivamente no era nada traído desde otro mundo. La cuenta por un café y un bollito diminuto resultó ser más cara de lo que Otero podía imaginar. Maldijo entre dientes mientras rebuscaba monedas en su cartera. Para colmo, a pesar de la fineza que la bollería presentaba, allí no había ni churros ni porras.
    Debían dejar el bar en quince minutos pero se entretuvieron dieciocho porque Carvajal, que no aceptaba un rechazo, aún no tenía ningún teléfono.
    ¿Qué hubiese pasado si hubieran ido a desayunar al bar que Otero siempre frecuentaba? ¿O si  hubieran salido de allí un poco antes o después de lo que lo hicieron?
    A las 10:21 dejaron el bar. Otero, cabizbajo, salió el primero limpiándose las comisuras de los labios con una servilleta de papel y entonces alguien chocó contra él.
    ‒Disculpe, agente. ‒Dijo el hombre contra el que chocó.
    ‒¡Vaya con cuidado, ¿quiere?! ‒Le gritó Carvajal.
    El hombre se marchó calle abajo. Vestía una americana negra combinada con unos vaqueros azul oscuro y una camisa lila, sin ningún dibujo, con los dos primeros botones desabrochados. En su mano derecha llevaba una maleta de cuero marrón con dos agarraderas.
    Otero, boquiabierto, no se movía. Con la mirada fija en aquel hombre, lleno de asombro, le observaba marchándose, quieto como una estatua. Pudo oír la voz de su compañero, quejándose:
    ‒Hay que ver cómo va la gente hoy. ‒ Exclamó Carvajal colocándose el cinturón, un segundo antes de darse cuenta de la inmovilidad de su compañero. ‒Eh, Otero, ¿estás bien? Parece que hayas visto un fantasma.
    No había sido un fantasma, pero sí una aparición. Esos ojos negros y pequeños, penetrantes, colocados bajo esas pobladas cejas tan hábilmente recortadas; esa nariz afilada con un poco de caballete; esa mandíbula cuadrada y fuerte; el pelo, tan brillante, peinado hacia atrás, negro como la pez; la barba era nueva, pero incluso con ella Otero le había reconocido.
    Por casualidad, Alejandro Otero había chocado en el madrileño barrio de Lavapiés aquella mañana, quince años después, con Héctor Clavel, el hombre que le disparó, el hombre que le perdonó la vida. ¿Se habrían cruzado alguna vez si algo en algo en aquel día hubiera sucedido de distinta a forma?
    Saliendo de su asombro Otero se volvió hacia su compañero:
    ‒Tengo que hacer una llamada.
    Instantes después, el teléfono móvil de Gabriel Mora comenzó a sonar.


2


    La radio tenía forma de pulpo. Era un regalo que habían traído unos amigos desde Calpe. El mecanismo electrónico iba escondido en una enorme cabeza redonda de la que salían ocho tentáculos que se unían y que servían de apoyo. De la cabeza salía una pequeña antena, y en el frente tenía dos enormes ojos blancos y redondos y una boca amarilla y redonda también que hacían, respectivamente, de sintonizadores y altavoz del aparato. El pulpo era de color verde, funcionaba a pilas y se hallaba sobre una mesita de noche.
    A las 7:00 de la mañana se conectó automáticamente y por su boca-altavoz empezó a sonar la voz del locutor de ese programa de bromas pesadas que la emisora daba hasta la mitad de la mañana.
    Raúl alargó su mano y, sin mirar, hundió su dedo en uno de los ojos del pulpo para apagar la radio. Pero ya estaba despierto, sabía que tenía que levantarse.
    ‒Tienes que levantarte, o llegarás tarde. ‒Le dijo Alina, echada a su lado. ‒Otra vez.
    Sonaba más a regañina materna que a consejo de novia. Sin moverse, Raúl abrió los ojos. Estaba tumbado boca abajo y su cara se hundía en la almohada. Se incorporó torpemente y oyó cómo rechinaban los muelles del colchón por culpa de su movimiento. Alina se acomodó y siguió durmiendo plácidamente. Raúl pudo observarla mientras lo hacía.
    <<Qué suerte>>. Pensó Raúl. <<Tú te vas a quedar durmiendo toda la mañana>>.
    Él, en cambio, tenía que ir a trabajar. Se levantó y fue directo al baño. Tras la fiesta de la última noche necesitaba una ducha bien fría para despejarse. Había sido un fiestón, y eso que era la noche de un lunes. Ahora era martes y la vida seguía. Raúl tenía que volver a la realidad y a su estúpido trabajo de mensajero en moto.
    El agua fría le cayó por el cuerpo, reavivándole. Tenía un cuerpo delgado y con poco ejercicio que hiciera conseguía marcar musculación. Pero no era constante, por lo que daba más imagen de flaco que de fuerte. No tenía barriga ni tampoco mucho vello. Siempre se decía que tenía que apuntarse a un gimnasio para empezar a estar en forma, pero ese momento no terminaba de llegar. Él estaba contento con su cuerpo de todas formas.
     Se peinó su pelo rubio oscuro con un poco de gomina para ponerlo de punta. Se miró en el espejo, fijándose en que no tuviera ningún grano en la cara. Sus ojos, de un azul intenso, parecían pedazos de cielo incrustados en su rostro y con ellos había enamorado a todo el mundo desde que tenía uso de razón. Primero fue su madre, que le perdonó  todas las maldades que un niño podría hacer; luego, en la escuela, encandiló a las profesoras, no podían imaginar que ese querubín rubito fuera en realidad un diablillo; después fue el instituto. Allí se cameló a Sara, María, Carmen, Sandra y todas las compañeras que quiso pero además supo engatusarse a las profesoras de matemáticas y química para que le aprobasen sin merecerlo.
    Siempre había pensado que siendo guapo no le faltaría nunca de nada.
    Con veinticuatro años no era más que un repartidor en motocicleta sin haber acabado la secundaria y no aspiraba a mucho más.
    Era un asco de vida pero al menos podía pagarse ese estudio cerca de la plaza Legazpi; un piso bajo en el número 158 de la calle Embajadores. Allí tenía todo lo que necesitaba para sobrevivir: baño, cocina, su televisión, su colección de cómics, un armario con ropa y una cama para dormir.
    Y la tenía a ella. La guapa Alina. No era suya y no vivía con él, pero esa noche la habían pasado juntos. Él no estaba seguro de quererla. ¿Le quería ella a él? Tampoco podía decirlo. Pero se lo pasaban bien juntos.
    Raúl salió del baño y se vistió. Si no fuera porque llevaba el polo de la empresa de mensajería, rojo y amarillo con las iniciales del nombre de la compañía sobre la parte izquierda del pecho, nadie pensaría que no era más que un chico normal y corriente que daba una vuelta en moto.
    Se echó dos cucharadas de azúcar y otras dos de café instantáneo en un vaso, le echó leche y lo puso a calentar en el microondas. El ruido no molestó a Alina lo más mínimo. Mientras desayunaba, Raúl leía casi sin parpadear el número 143 en la edición de Forum de La Patrulla-X, el cómic en el que el hombre-x llamado Coloso traicionaba a sus compañeros para unirse al archienemigo Magneto.
    Miró el reloj. Eran las 7:45. Si quería llegar a su empresa en la calle del Pez tenía que darse prisa. Dejó el cómic sobre la mesa y el vaso de café vacío en la pila. Se acercó a la cama y besó a su novia en la mejilla.
    ‒Me voy. – Susurró Raúl. ‒ ¿Estarás cuando vuelva?
    ‒No lo creo.
    Raúl se sintió un poco decepcionado. Esperaba que Alina le esperase para comer, después de todo, ella no tenía nada que hacer ahora que andaba sin trabajo.
    ‒Vale. ‒ Dijo él. ‒ Cuando salgas asegúrate de cerrar. Te llamaré luego.
    La besó en la frente y salió cogiendo el casco de moto.
    Alina no se había quedado satisfecha. ¿Un beso en la frente? Vaya despedida después de haber pasado la noche juntos. ¿Y por qué no le había pedido Raúl que se quedara en su estudio? Después de todo, ella pasaba más tiempo allí que en su propia casa. Era temprano y aún podía dormir un rato, además se había metido en la cama hacía sólo un par de horas. Decidió volverse a dormir en lugar de estar pensando acerca de su novio. ¿Era su novio? No estaba muy segura.
    Raúl atravesó un pequeño patio en el que algún vecino tenía su ropa tendida y subió unos cuantos escalones para llegar hasta la puerta que daba a la calle. Más que un piso bajo, su estudio en realidad era un sótano. En frente del portal, en la amplia calle, junto a un banco, tenía encadenada su Vespa roja a la que cuidaba como a la niña de sus ojos. Reluciente, brillante, estaba esperándole. Se colocó el casco, retiró la cadena de protección, arrancó la moto y condujo calle arriba.
    A esa hora el tráfico de Madrid todavía era muy fluido incluso por las zonas céntricas. El viento le daba en plena cara mientras navegaba sobre el asfalto. Subió toda la calle Embajadores, ancha en el punto que comenzó pero que se estrechaba tras cruzar la glorieta homónima y adentrarse en el barrio de Lavapiés. Salió a la calle Toledo, que empezaba en uno de los arcos de la Plaza Mayor, y atravesó el túnel que pasaba por debajo de ésta para salir nuevamente a la superficie, más allá de la calle Mayor. Bajando por las callejuelas estrechas, retorcidas y con nombres ahora casi desconocidos llegó hasta Arenal y de allí, girando a la izquierda, recorrió por la vía peatonal un pequeño trecho hasta la plaza Isabel II donde volvió a subir una cuesta que le sacó a la Gran Vía pasando por la Plaza de Santo Domingo. Cruzó la Gran Vía para entrar en la calle San Bernardo y siguió adelante por ella hasta alcanzar su destino: la calle del Pez, estrecha y diminuta, perpendicular a la anterior.
    Yendo como iba a gran velocidad, apurado por la hora, apenas se paró a contemplar los primeros rayos del alba bañando la ciudad. Las farolas empezaron a apagarse y las fuentes de agua volvían a ser conectadas para que los chorros líquidos que escupían dibujasen acuáticas formas en el aire. Masas de gente cada vez más grandes inundaban las calles colapsando autobuses y vagones de metro. El sol surcaba el cielo obligando a bailar a las sombras de árboles, estatuas y edificios. Los comercios abrirían en poco. El tráfico en las carreteras pronto sería sumamente espeso y una oleada de ruido que iba en aumento eclipsaría por completo el sonido del viento y el fluir del agua, el canto de los pájaros y las voces humanas. Un día normal en una gran ciudad.
    Raúl detuvo su Vespa en frente de la puerta de su empresa y vio a su jefe a través de la ventana. Bajó de un salto y corrió a entrar sin siquiera asegurar la moto, pero su jefe, un hombre menudo, gordo hasta la saciedad y con la cabeza calva como el caparazón de una tortuga salió a saludarle. Roberto Páez se quejaba de que había que hacer recortes en la empresa, de que las cosas no iban muy bien con la crisis, pero él no estaba dispuesto a recortar los costosos puros que fumaba con verdadera pasión. Vestido con una camisa rosada que ya empezaba a sudar y con unos pantalones vaqueros sin marca abrió la puerta de un portazo con su puro en la boca.
    ‒ ¿Dónde puñetas estabas, chaval? ¡Llegas otra vez tarde!
    Raúl lo sabía. Miró el reloj. Eran las 8:08.
    ‒ Venga, jefe, no son ni diez minutos.
    ‒Son diez minutos que me voy a cobrar de tu sueldo. No podemos estar todos los santos días igual, Raúl. Sabes que la empresa está pasando un momento difícil y cada segundo que perdemos es un gasto con el que yo tengo que correr. ­‒ Cogió un paquete precintado con ambas manos y se lo pasó a Raúl. ­‒ ¿Recuerdas esa casa de abogados a la que has ido tanto últimamente? Los de Plaza Castilla. A ellos sí debe de irles bien la cosa que no paran de pedir trastos: sillas, perchas, mesas nuevas, papeleras. Aquí tienes lo último que han pedido: cincuenta ceniceros de diseño que querían para ayer. ¡Así que sal ya, cagando leches!
    Raúl guardó el paquete en el compartimento que su Vespa llevaba en la parte de atrás y volvió a arrancar.
    ‒Y cuando acabes vuelve directo aquí, que tengamos una charla sobre tu puntualidad. ‒Le amenazó Páez.
    Volvió a introducirse en el fluir de la circulación rumbo al norte de la ciudad, hasta Plaza de Castilla. Tenía mucho sueño. Se lo había pasado en grande durante la fiesta pero ahora se arrepentía de no haber dormido un poco más. Necesitaba una transfusión de café. Un café bien cargado que le despejase y pensaba tomárselo en cuanto realizara aquella primera entrega. Su jefe y su charla tendrían que esperar.


    Una hora y media después el sol brillaba fieramente sobre el patio de su casa, reflejándose intensamente en sus paredes pintadas de blanco por lo que entraba con violencia en el piso bajo de Raúl, atravesando las cortinas de color crema. Una brillante luz daba en el bello rostro de Alina y ya no pudo seguir durmiendo más.
    Abriendo los ojos maldijo el sol y aquella horrible ventana tan mal situada. Siempre que pasaba la noche en casa de Raúl la misma historia. Un sol de justicia se reflejaba en aquellas paredes blanquecinas y entraba en el estudio, despertándolos. Sí que era verdad que gracias a eso el estudio contaba con una estupenda luz casi todo el día pero eso era lo de menos para Alina. Ella quería dormir.
    Contempló las paredes, pintadas de amarillo yema y salpicadas de gotelé, del estudio, a juego con las cortinas de las dos ventanas que tenía, una dando al patio y otra a la calle, a ras del suelo. Vio el alto techo y la estantería con los cómics y el televisor que estaba colocada en frente de la cama, ocupando casi toda la pared. La parte que quedaba libre de la pared era solamente el hueco de la puerta que daba al patio.
    Bostezó y estiró los brazos y las piernas. Se levantó aún soñolienta y se quitó la ropa con la que había dormido, deshaciéndose de la camiseta que Raúl le había prestado para pasar la noche. Se metió en la ducha y abrió el grifo de agua caliente. El vapor del agua inundó toda la vivienda. Alina amaba el agua caliente, quizás por venir de un país frío. Necesitaba que el agua estuviera caliente, casi quemando, para sentir los efectos restauradores de una buena ducha. Sentía cómo la piel se le estiraba y cómo se le abrían los poros. Justo lo contrario de Raúl que para despertarse necesitaba un chorro de agua helada sacudiéndole en plena cara.
    Notó el agua cayéndole por la espalda, desde la nuca resbalando hasta los muslos, y cerró los ojos un momento para saborear ese instante. Bajó la cabeza y tras abrir los ojos vio cómo su pelo rubio y ondulado le caía mojado por los hombros hasta sus pechos firmes, tersos y redondos.  Tenía una piel blanquecina que se ponía tremendamente colorada cuando le daba el sol. Junto con su nariz de punta fina, su pequeña barbilla y sus ojos azules, aquella piel tan blanca delataba su genética del Cáucaso.
    Girándose bajo el chorro de la ducha se puso de cara al agua y abrió la boca separando sus finos labios. El agua pasó entre ellos besando su lengua y dientes y sintió cómo le resbalaba por las comisuras de la boca deslizándose por su suave cuello. Salió de la ducha empapada. Al secarse con la toalla notó que necesitaba someterse a una dieta estricta. No estaba gorda ni mucho menos pero tampoco tenía un vientre liso. Si quería lucirlo el próximo verano tenía que suprimir el tapeo de los jueves por la noche y quizá algo más.
    Se vistió dejando la toalla mojada sobre la cama. Aún se sentía cansada. No había dormido más de cinco horas pero sabía que en aquel agujero no iba a lograr volver a pegar ojo con tanta luz como entraba. Peinándose se sentó sobre la cama mientras pensaba qué iba a hacer. No quería volver a su piso en el barrio de García Noblejas, estaba lejos, al este de la ciudad, y esperaba que Raúl la llamase a media mañana para verse en su descanso, aunque fuera para tomar algo en un bar. Ella sólo tomaría un zumo, quería empezar ya con esa dichosa dieta.
    No tenía nada que hacer ahora que estaba sin trabajo. Cortaba el pelo en una de esas peluquerías de moda que pertenecían a una inmensa cadena cuyos locales estaban decorados todos de la misma forma. Las peluquerías de esa firma habían inundado  Madrid durante los últimos años, debía de haber una en cada barrio. A ella la habían trasladado a la que se ubicaba cerca del metro Embajadores durante el último año y medio y allí había conocido a Raúl que siempre iba porque le quedaba cerca de casa. Raúl se fijó en ella y pedía que fuera la propia Alina la que le atendiera.
    A Alina aquello no le molestó porque aquel chico rubio era guapo de verdad y resultó ser también muy divertido. Además, Raúl no era el típico pesado que no aceptaba un “no” por respuesta, Raúl era un caballero. Le hacía preguntas y la escuchaba, recordaba los detalles. También le contaba cosas que siempre eran interesantes, los trabajos en los que había estado, lo que le había pasado en ellos, los viajes que quería realizar. Y un día, por fin Raúl se armó de valor. La sorprendió trayéndola una rosa y pidiéndole una cita. Algo muy típico pero que a ella le encantó. Alina aceptó. ¿Cómo iba a negarse? Raúl era muy guapo.
    Él siempre escuchaba con atención de modo que ella acabó abriéndose por completo y le contó todo. Era de Rumanía, de un pequeño sitio llamado Galati que se hallaba próximo al Mar Negro. Le contó que aquel lugar era pequeño y pobre y que, con sólo diecisiete años, Alina se montó en la parte de atrás de una camioneta junto con varias personas más y llegaron hasta España sin pasar por la frontera. En mitad de la noche les hicieron bajar del vehículo y los conductores se marcharon. Había pasado los primeros años en España limpiando casas y cuidando de niños y ancianos hasta que su país entró a formar parte de la Unión Europea y ella dejó de ser ilegal.
    Se puso a trabajar de peluquera y consiguió una habitación para ella sola en un piso compartido en el número 43 de la calle Valdecanillas. No era gran cosa pero Alina se sentía muy orgullosa de sí misma. Era toda una superviviente.
    Raúl había quedado impresionado con su historia. La sacó a bailar y ahora fue a ella a la que tocó impresionarse. Raúl bailaba muy bien. Alina, en cambio, no sabía bailar pero le encantaba. Ambos estaban tremendamente enamorados. Pasaron los meses y fueron conociendo los respectivos círculos sociales de cada uno y a los amigos del otro. Alina conoció a los padres de Raúl a pesar de que la relación de él con ellos no era muy buena. Entre los planes de Raúl estaba el de viajar un día a Rumanía a conocer a la familia de ella.
    Entonces ella se quedó sin trabajo. El poco dinero que le llegaba del subsidio por desempleo tenía que administrarlo bien así que cada vez salía menos. Raúl no se quedaba en casa porque ella lo hiciera así que seguía quedando con sus amigos. Ella estaba disgustada con él y él estaba cansado de pasar las tardes de los sábados en casa de ella viendo películas descargadas. Empezaron a no verse con tanta frecuencia. Se llamaban todos los días pero a veces, tras el saludo, ya no sabían qué decirse. Raúl había intentado dejar de salir por estar con ella, pero aquello le saturaba y Alina se daba cuenta de ello. Ya no había bailes ni rosas, sólo la rutina.
    Alina estaba harta. ¿Qué debía hacer? No encontraba trabajo así que estaba pensando en mudarse a otro sitio como Barcelona o quizás Londres. Hasta había pensado en volver a Rumanía. Lo único que la ataba en Madrid era Raúl pero a él no parecía importarle demasiado.
    Se levantó con una decisión tomada. Pasaría la mañana en el centro, daría un paseo y vería las tiendas. Esperaría que Raúl la llamase, a pesar de que probablemente tendría que hacerlo ella, y no estaba muy segura de qué le diría.
    Salió del estudio a las diez y cuarto.


    A las 10:15 Raúl dejaba su Vespa aparcada en la angosta calle de Caravaca, a medio camino entre las plazas de Lavapiés y Tirso de Molina. Aparcó cerca de la esquina con la empinada calle de Mesón de Paredes. Estaba que echaba chispas. Tanto que colocó la cadena de la moto con prisas y se largó calle arriba sin pararse a comprobar si la había asegurado bien.
    Había hecho la entrega por la zona de Plaza Castilla, le había llamado su jefe para ordenarle que volviera urgentemente. Ni tiempo para tomarse ese café que tanto ansiaba había tenido. Volvió a la empresa sólo para escuchar lo que ya se imaginaba, que era un irresponsable y un impuntual, que esto no podía seguir así, que tendría una última oportunidad y más le valía no cagarla, si no cumplía le echarían.  Raúl se defendió como pudo, argumentando que solamente había tardado diez minutos y su jefe le respondió recordándole que siempre eran diez minutos. Después le dio un par de paquetes más y le dijo que se diera prisa.
    Las entregas eran por el barrio de Lavapiés, así que Raúl aparcó la moto allí mismo, en una de las callejuelas del barrio, y se dirigió a una de sus cafeterías favoritas, una situada en la calle por la que subía ahora, Mesón de Paredes. Era esa cafetería que tenía una enorme ventana que permitía ver el interior del local. Le encantaba ese sitio porque lo llevaban dos argentinas preciosas que además hacían unos bollos buenísimos.
    Seis minutos después llegó al bar a tiempo de ver cómo dos policías salían de él y chocaban con un tipo que parecía muy fuerte, barbudo, que cargaba una maleta. El hombre se disculpó y siguió su camino calle abajo mientras los policías se le quedaban mirando. Raúl bajó la cabeza instintivamente para que no se cruzaran su mirada con la de los agentes .El hombre con barba pasó por su lado.
    Raúl entró al bar mientras oía la voz de uno de los agentes, el más joven:
    ‒Eh, Otero, ¿estás bien? Parece que hayas visto un fantasma.
    Y ya no oyó nada más. La puerta automática se cerró tras Raúl y afuera, en la calle, quedaron los policías con su cháchara.
    ‒ ¡Raúl, querido! ‒ Le llamó una de las argentinas al verle aparecer.
    Raúl las contempló con una sonrisa antes de que la otra también le saludara. Tan sólo la visión de aquellas mujeres tan bonitas ya le devolvía el buen ánimo.
    ‒Raúl, guapo. ‒Dijo la otra imitando el tono de voz madrileño. ‒ ¿Qué te pongo?
    ‒ ¡Andate, Moni! ‒ Le gritó la otra. ‒ Dejá  que le atienda yo.
    Mónica y Graciela, las dos camareras argentinas, hablaban con ese marcado acento de Buenos Aires con formas imperativas más propias del italiano que del castellano y convirtiendo el sonido de las “Y” por “S” aspiradas.
    Mónica era la más alta, con el pelo negro y los ojos oscuros y grandes como una gata, Graciela llevaba el pelo teñido de un rojo brillante y tenía dos enormes ojos azules, era más bajita que su compañera pero ambas tenían una esbelta silueta, grandes pechos redondos y tersos y una cintura estrecha que contoneaban sin cesar al ir caminando.
    Cuando Raúl se acercó a la barra las pupilas de Graciela se dilataron, ese chico le encantaba. Raúl lo sabía y eso le encantaba a él.
    ‒Me pones un café, por favor. ‒ Pidió Raúl.
    ‒Lo que tú querás, lindo. ‒ Le contestó la camarera mientras su compañera se alejaba esbozando una sonrisa de complicidad.
    La cafetera comenzó a llenar la taza.
    ‒ ¿Qué hacés este finde? ‒Le preguntó Graciela.
    ‒Aún no lo he decidido.
    ‒Voy a dar una fiesta en mi piso el viernes. ¿Por qué no venís? La pasaremos rebién, flaco.
    ‒Ni siquiera sé dónde vives, Graci.
    Graciela le sirvió el café y le dio una berlina de chocolate.
    ‒A esto te invita la casa si venís el viernes. ‒ Dijo Graciela. ‒ Te apunto la dirección para que vengás cuando querás.
    Mientras la argentina le escribía su domicilio en una servilleta Raúl dio un sorbo a su taza de café y escudriñó con la mirada a los dos policías que aún permanecían en la puerta de la cafetería. Uno de ellos hablaba por teléfono y hacía rápidos ademanes con las manos, parecía nervioso. El otro estaba inmóvil con los brazos cruzados, sobre el pecho.
    Raúl conocía bien a los polis. Había tenido muchos encontronazos con la policía a lo largo de su vida. Le vino a la memoria la primera vez que le detuvieron, en el invierno de 1999, cuando tenía solamente catorce años. Andaba en compañía de sus amigos Tito, Andrés y Mario, que siempre buscaban problemas. Raúl siempre había robado en tiendas cosas que para él no tenían ningún valor, como bolsas de patatas fritas, refrescos y cosas así, lo que pudiera pillar en los bazares que llevaban chinos o árabes. Cogía algo con disimulo y se largaba, y si le descubrían le tocaba correr.
    Pero aquella mañana su amigo Tito sacó un arma.
    Habían entrado en la tienda de una familia china que se dedicaban a vender desde juguetes a ropa a precios muy reducidos. Sólo estaba uno de ellos así que los chicos entraron para hacerle enfadar y burlarse de él. Le tiraron los objetos que estaban a la venta colocados en las repisas, le insultaron, Andrés hasta se puso a mear dentro de la tienda. El chino se enfadó y empuñó la barra metálica con la que recogía el toldo, amenazándoles y exigiéndoles que se marcharan. Los chicos estaban riéndose de él cuando, de pronto, Raúl vio a Tito sacándose una pistola de los pantalones. Tal vez sus otros amigos se lo esperasen pero la cara de Raúl cambió y pudo ver que el dependiente también estaba asustado. Le obligaron a darles el dinero antes de salir huyendo.
    Pero los jóvenes delincuentes no tuvieron éxito. Al salir de la tienda se toparon con dos policías que patrullaban por allí y los arrestaron. Sin antecedentes y siendo menores de edad consiguieron una condena leve que cumplieron pasando por el reformatorio. Pero allí comenzó el distanciamiento entre Raúl y sus padres. Se fue apegando cada vez más a su amigo Tito y los otros y continuaron asaltando a la gente por la calle, provocando peleas, sisando carteras a los turistas despistados y robando en comercios.
    Varias veces fueron detenidos y juzgados. Entraron y salieron de diversos correccionales hasta que se hicieron mayores de edad.
    Entonces dieron el gran golpe.
    Y salió mal. Entraron con el rostro cubierto y armados todos con pistolas en una joyería de la calle Serrano y tardaron más de lo pensado en salir de allí. Varios policías estaban esperándoles. Sin pensarlo dos veces, los amigos de Raúl abrieron fuego y los policías se lo devolvieron. Uno de los chicos fue alcanzado y murió allí mismo. Otro alcanzó con sus balas a uno de los agentes y varios más se le echaron encima con las porras en la mano, reduciéndole a golpes. También cogieron a Tito. Sin saber muy bien cómo, Raúl echó a correr en cuanto comenzaron los tiros y logró huir en medio de la confusión.
    Las condenas para los amigos de Raúl fueron diferentes: cinco años para Tito por asalto a mano armada, intimidación, robo y resistencia a la autoridad. El otro chico se enfrentó a cincuenta años por los mismos cargos y un asesinato.
    Raúl jamás se había sentido tan asustado. Se había salvado y eso era lo que contaba. Se acabó. Dejó todo aquello atrás y se buscó un trabajo. Y cuando le despidieron buscó otro, y luego otro, y otro más. La empresa de mensajería para la que trabajaba le había contratado hacía sólo tres meses y pensaba que no iba a durar mucho más.
    No se le daba bien. Nada se le había dado bien, excepto las fechorías. Además, ser un ladrón era muy divertido, pero el hecho de tener que volver a correr como lo había hecho aquella vez, volver a huir con los polis persiguiéndole, esa imagen en su cabeza le erizaba el vello de la nuca.
    Tan sólo con ver a los policías en la calle o saliendo de una cafetería se ponía nervioso, alerta.
    ‒Aquí tenés. ‒ La voz de Graciela al pasarle la servilleta con la dirección de su casa le sacó de su ensoñación, devolviéndole a la realidad.
    ‒Gracias. ‒ Raúl cogió el papel y se lo guardó.
    ‒ ¿Seguís con esa mina? La rumana, digo.
    ‒Alina.
    ‒Sí, Alina.
    ‒A veces la veo.
    ‒Si venís con ella a la fiesta seguro te lo pasas bien. ‒ Graciela se acercó a Raúl y bajó la voz. ‒ Pero si venís sin ella, yo me encargaré de que te lo pasés mejor.
    Raúl sonrió y la miró fijamente a los ojos.
    ‒Tal vez lo haga. Dime qué te debo.
    ‒Vení el viernes. Ahí me cobraré.
    Graciela le guiñó el ojo antes de retirarle la taza vacía. Raúl vio que los policías se marchaban. Eran las 10:31, tenía que largarse.
    Se despidió de las chicas y salió.


3


    El teléfono móvil del detective Gabriel Mora sonó a las 10:22 en su casa. La melodía era la misma que el aparato traía nada más lo sacaron del envoltorio. El detective era un hombre muy serio, incapaz de haberle cambiado a su teléfono la melodía por una canción pegadiza de alguna estrella del rock.
    En la pantalla apareció el nombre “A. Otero”.
    ‒ ¿Diga? ‒ Saludó Mora.
    ‒ ¿Señor Mora? ¿Es el detective Mora? ‒ La voz de Otero al otro lado de la línea sonaba nerviosa.
    ‒ Sí, soy yo.
    ‒Señor, soy el agente Otero, Alejandro Otero. Trabajé con usted, señor, hace años. En el caso de Héctor Clavel y su hermano.
    La llamada comenzaba a ponerse interesante. Mora respiró profundamente por la nariz. Todo su interés se centró en aquella voz nerviosa que le hablaba desde el otro lado de la línea telefónica.
    ‒Le recuerdo, agente. ‒Mora mentía.
    No recordaba quién era Otero, pero Mora era minucioso, tremendamente ordenado. Conservaba un registro escrito de cada uno de los casos en los que había trabajado, con notas, apuntes y fotografías de todo lo que estuviera implicado. Personas, sin importar que fueran aliados o enemigos; lugares que frecuentaban los sospechosos, lugares que frecuentó Mora durante cada investigación y porqué; vehículos, fechas, todo lo que pudiera guardar alguna relación con el caso. Del caso de los hermanos Clavel podría haber llenado toda una estantería con sus notas sobre conversaciones grabadas, días de trabajo, modos de vestir de los fugitivos, sus detalles físicos, el método de trabajo que el propio detective había seguido para dar con ellos, sus aciertos, sus errores, quiénes habían trabajado con él… encontraría algún apunte sobre “A. Otero” y entonces recordaría.
    ‒ ¿En serio se acuerda de mí? ‒ La voz de Otero no podía resultar más feliz, exultante.‒ Vaya, es… ¡Es un honor, señor! ¡No pasa un día sin que yo no piense en toda aquella operación! Todo el trabajo que realizamos, todo el…
    ‒Agente, le agradezco el gesto de haberse acordado de mí tras tantos años, pero si esperaba felicitarme por mi santo o mi cumpleaños, lamento decepcionarle pero…
    ‒No, no, no, no, señor. Nada de eso. ‒ Se apresuró a decir Otero. ‒Le llamaba en relación a Héctor Clavel, señor.
    Mora empezaba a sentirse cansado de tanto “señor”. Tenía mucho trabajo que hacer, siempre lo tenía, y esa inoportuna llamada le estaba robando un tiempo valiosísimo.
    La voz del detective era, por lo general, fría, seca, cortante, por lo que necesitaba esforzarse cuando quería transmitir brusquedad al hablar. En aquella ocasión se propuso hacer un esfuerzo:
    ‒Muy bien, hijo. Ahora, dígame qué es lo que tiene que decirme acerca de Clavel.
    ‒ ¡Está aquí, señor! ¡En Madrid! ¡Ha vuelto!
   Mora dejó escapar el aire de sus pulmones abriendo la boca y perdiendo su visión en el vacío. Había esperado esa llamada demasiado tiempo. No se creía lo que estaba oyendo. Héctor Clavel había vuelto a España después de quince años. No podía ser cierto, se dijo. Ese “A. Otero” debía estar gastándole una broma como habían hecho otros a lo largo de esa década y media, diciéndole que habían visto a Clavel en tal o cual calle y luego riéndose de él. ¿Cómo le habían llamado en cierta ocasión? Viejo bobo obsesionado. Sí, ese tipo que le llamaba debía de estar riéndose de él, de su obsesión por coger a criminales y hacer lo que era justo.
    El detective empezó a tornar su asombro en rabia. Ya daría con ese “A. Otero” y le arrancaría los dientes a puñetazos para que aprendiera a reírse de él. Pero ahora decidió seguirle la broma.
    ‒ ¿Y dónde se supone que se encuentra él ahora?
    ‒Señor, me he cruzado con él ahora mismo en la calle Mesón de Paredes, cerca de Tirso de Molina. Camina hacia la plaza de Lavapiés, aún puedo verlo.
    ‒ ¡Maldición! ¿Y no se le ha ocurrido detenerle, agente?
    Otero balbuceó algo sin mucho sentido, se sentía como un estúpido y un novato, pensó que era natural que no hubiese ascendido en quince años.
    ‒Señor, pensé que sería mejor llamarle a usted para que viniera. Que usted se haría cargo de la situación mejor.
    Para colmo, el gracioso le estaba pidiendo ahora que se moviera hasta allí.
    ‒Muy bien, hijo. ‒Dijo Mora desconfiando. ‒ Usted no le pierda de vista. Estaré allí en menos de veinte minutos.
    La llamada había terminado.
    ‒ ¿Qué mierda pasa, Otero? ‒ Le preguntó Carvajal a su compañero cuando éste colgó el teléfono.
    ‒Sígueme, Julián, te lo contaré por el camino.
    Alejandro Otero y Julián Carvajal echaron a andar calle abajo siguiendo al hombre de la maleta, desapareciendo del campo de visión de Raúl y todos los que estuvieran dentro de la cafetería.
    En su casa, el detective Gabriel Mora miraba el reloj que había colgado de la pared. Eran casi las diez y media. Podía invertir un par de minutos investigando un poco sobre ese “A. Otero”. Sacó unos archivadores y algunos cuadernos de una estantería y empezó a sacar fichas que llevaban grapadas o sujetas con clips varias fotografías de las personas de las que hablaban. Empezó a revisar algunas.
    Cantero, Diego. Agente de policía. Muerto por cáncer.
    Hernanz, Víctor. Agente de policía. En activo en la comisaría de Aluche.
    Ibáñez, Martín. Conductor de la banda. Condenado a siete años de prisión. En libertad desde el cuatro de junio de 2005.
    Reyes, Ramón. Agente de policía. Muerto en servicio.
    Otero, Alejandro.
    Esa era. Cogió la ficha y revisó los detalles. Había trabajado en el caso cuando era tan sólo un muchacho. Fue herido por el propio Héctor. Pasado algún tiempo había pedido el traslado a otra comisaría.
    Parecía que “A. Otero”  era un buen policía. Leyó las observaciones que Mora había realizado sobre aquel chaval. Tenía mucha energía, se esforzaba por trabajar duro, siempre prestaba atención, trataba de cumplir a cabalidad con los encargos que Mora le había hecho. El detective se había llevado una buena impresión de aquel policía novato. Le sorprendió que no hubieran mantenido contacto en todo ese tiempo.
    Un pensamiento surcó la mente del detective: ¿y si fuera cierto que Héctor Clavel hubiera vuelto a la ciudad? Dejó que su mente fuera un poco más allá y acarició una corazonada.
    Cogió otra ficha.
    Clavel, Enrique. Hermano pequeño de Héctor. Uno de los líderes de la banda. Condenado a doce años de prisión. En libertad desde el uno de mayo de 2011.
    Mora sintió que aquello encajaba. El pequeño de los hermanos Clavel había cumplido una condena de doce años y había salido de prisión hacía menos de dos semanas. Podría ser que los hermanos quisieran reunirse tras tanto tiempo.
    Tenía que intentarlo. Tal vez esa llamada no fuera tan tomadura de pelo como había pensado. Se levantó y se dirigió a la salida. Cogió su abrigo y su pistola. Comprobó que estaba cargada y se la enfundó antes de salir a la calle Donoso Cortés donde tenía aparcado su Ford Focus azul oscuro. Colocó la sirena sobre el capó. Tenía que llegar al barrio de Lavapiés.


    En ese mismo instante, Héctor Clavel notaba los pasos de los dos policías con los que había chocado antes justo detrás de él. Oía el ruido de sus botas que sobresalía por encima de las pisadas de los demás transeúntes.
    Otero avanzaba decidido con una sola idea en su cabeza: detenerle.


4


    El avión procedente de Santiago de Chile aterrizó en la Terminal Uno del aeropuerto Barajas a las 7:17 aquel martes doce de mayo.
    Llegaba con más de una hora de retraso pero Héctor Clavel no tenía prisa. Se mantuvo  sentado junto a la ventanilla mientras los demás pasajeros se levantaban y recogían su equipaje para luego dirigirse a la salida paso a paso. Sólo cuando el avión estuvo razonablemente vacío y los pasillos despejados casi por completo se levantó y tomó su equipaje, una maleta de cuero marrón de forma cuadrada que se abría como un libro. En la parte superior tenía dos asas, una en cada cubierta, y un cierre bañado en oro con una contraseña de dígitos.
    Héctor llevaba unas oscuras gafas de sol de piloto, grandes, que le cubrían gran parte del rostro. Por encima de ellas asomaban dos pobladas cejas que Héctor se recortaba con meticulosidad. En su frente asomaban algunas arrugas; era joven pero hacía mucho que había dejado de ser un niño. Su cabello liso conservaba su color azabache sin que ninguna cana blanca lo salpicase; siempre lo había llevado peinado hacia atrás con gomina, desde que de pequeño viendo las películas de gangsters descubrió la estética de los mafiosos italianos y a lo que se quería dedicar cuando creciese. La gomina le daba un brillante efecto que le complacía observar cuando se miraba al espejo. La barba era nueva, nunca antes la había llevado. Siempre había sido barbudo y tenía bastante vello por el pecho y los brazos pero desde joven le había gustado ir perfectamente afeitado. Ahora, sin embargo, lucía una suave barba perfectamente cerrada que se le unía a la cabellera mediante las patillas. Para conseguirla se la había dejado crecer durante todo el último año. No era una barba larga y desarreglada de estilo hippy o santón de la India, era una suave melena que le cubría las mejillas y los alrededores de la boca, tanto encima como debajo de los labios. La llevaba pulcra y aseada, esmeradamente arreglada, y el cuello lo tenía rasurado al máximo.
    Él siempre vestía camisa. Por lo general las llevaba de un solo color, lisas, ya que no era amante de los estampados, las rayas o los cuadros. Aquella mañana su camisa era de color lila, con los botones blancos –abrochados desde el tercero, dejando al descubierto su cuello y la parte superior de su velludo pecho- y con los puños y el cuello anchos. La llevaba metida por dentro de los pantalones, unos vaqueros azul oscuro que se le ceñían. También llevaba una americana negra y unos zapatos de punta cuadrada del mismo color y que brillaban tanto como su pelo engominado.
    Héctor había amado a diferentes personas a lo largo de su vida pero por encima de ellas siempre se había amado a sí mismo más. Amaba su cuerpo y le gustaba cuidarlo tanto con ejercicio como con una alimentación sana por lo que tenía un cuerpo bastante marcado. Era alto, con unos hombros perfectamente alineados, una espalda ancha y unas manos grandes de dedos delgados acabados en largas y finas uñas que siempre llevaba recortadas. No sólo le importaba la imagen que transmitía; el olor para él era algo fundamental. Tenía una extensa colección de colonias y perfumes, todos de primera marca, que le ayudaban a transmitir esa fragancia exquisita que esperaba recibir del mundo y que tan a menudo no le llegaba. El olor que el mundo le transmitía a él era putrefacto y a veces Héctor deseaba no tener una nariz tan sensible.
    Tenía un olfato excelente, muy fino, y no sólo para las cosas físicas. Héctor tenía buen olfato para los negocios y todo aquello que tuviera relación con el dinero. Sabía cuándo algo iba a salir bien y cuándo algo olía a podrido antes de que verdaderamente apestase. Era un sexto sentido que había ido desarrollando desde niño con las cartas, los dados y pequeñas apuestas, ganándoles el dinero del almuerzo a sus compañeros de clase y luego a la hora de elegir compinches para sus trabajos.
    Como cuando tenía veintiún años y acababa de asaltar esa joyería en Sevilla con dos marroquíes por encargo de aquel gordinflón, Jacinto Salas se llamaba -¿o era Jairo, Jairo Salas?- no lograba recordar bien el nombre de su mecenas, del hombre que les había contratado a los tres desconocidos para dar el golpe, pero sí recordaba esa sensación al llegar de noche a aquel polígono vacío en las afueras de la ciudad, sentado en la parte de atrás del coche que sus compañeros conducían. Al bajar del coche el estómago se le encogió y su corazón comenzó a bombear sangre de manera salvaje, ni siquiera durante sus atracos se sentía así de nervioso. Tenían que darle las joyas a ese tipo gordo que les esperaba en una de las naves del polígono, recoger la pasta que les entregaría y largarse. Pero algo no iba bien y no sabía qué era. Le dijo a sus compañeros que tenía que hacer pis y se separó de ellos. Los dos marroquíes entraron al lugar de la cita y vieron a Salas en medio de aquella nave con el techo varios metros sobre sus cabezas y algo de maquinaria pesada rodeándoles. Héctor les observaba desde fuera por una de las ventanas sin que nadie lo supiese y pudo ver la trampa del gordo. Tras recoger las joyas robadas hizo que sus guardaespaldas les dieran su recompensa a los dos ladrones: una ráfaga de tiros que los dejó secos, tirados en el suelo con los ojos abiertos. Luego oyó cómo les ordenaba que salieran y buscasen al tercer ladrón, a Héctor. Se dio a la fuga en el amparo de la noche y sobrevivió. Luego buscó a Salas. Indagó sobre él y sobre los que le rodeaban. Averiguó que estaba casado y que tenía dos niñas pequeñas, que vivía en un chalet con cinco criados, que su chófer siempre le esperaba en el coche cuando él se apeaba del vehículo, indagó sobre sus guardaespaldas y sus sicarios y sus socios. Héctor fue paciente y esperó la oportunidad. Semanas después de aquel trabajo Héctor Clavel logró vestirse con las ropas del conductor de Salas. El auténtico chófer se encontraba metido en el maletero del coche, degollado. Cuando Salas entró en el auto Héctor se giró hacia él y apuntándole con un arma le dijo:
    ‒Nadie traiciona a Héctor Clavel.
    Un disparo con silenciador. La sangre y los sesos que brotaron del cráneo de Salas salpicaron el interior del Mercedes-Benz. Con las lunas tintadas nadie desde el exterior se percató de lo sucedido.
    Héctor condujo tranquilamente hasta la casa de su ex-jefe, hasta puso la radio del coche. Ese día y a esa hora la casa estaba vacía, así que aparcó delante de la puerta. Un Seat Toledo blanco estaba estacionado cerca. Se abrió la puerta del conductor y salió su hermano pequeño, Enrique. Entraron en casa de Salas y en poco más de veinte minutos la habían desvalijado. Se marcharon dejando el cuerpo inerte del dueño en el interior de su propio vehículo.
    También recordaba su último trabajo en Madrid hacía quince años. De nuevo aquella sensación. Sabía que algo iba mal. Pero no hizo caso de su corazonada porque se hallaba ciego ante la ambición. Quería pensar en lo rico que sería si todo salía bien.
    Su equipo y él asaltaron aquella sucursal bancaria para llevarse cientos de miles de pesetas. Ese no era el golpe, era tan sólo la manera más rápida de conseguir el dinero necesario para comprar los materiales que usarían más adelante. El gran golpe requería una inversión. Al salir del banco con los fajos de billetes en las bolsas deportivas se encontraron a los coches de policías cortando la calle, el Paseo de las Delicias bloqueado.
    Los policías abrieron fuego contra las ruedas del turismo que estaba aparcado delante de la puerta del banco, con el conductor listo para arrancar, esperando a sus cuatro compañeros. En realidad no fueron los policías, fue un policía en concreto. Ese maldito detective que les había seguido por media España los últimos tres años.
    El que los policías hubieran llegado en ese instante y supieran a qué coche disparar no era casualidad. Seguramente tenían que saber más cosas y eso era por una sencilla razón: alguien les había delatado.
    Héctor sabía sumar muy bien y en un par de segundos echó todos esos cálculos. Rojo de ira por comprender que le habían traicionado echó a correr calle arriba abriendo fuego. No se tiró al suelo cuando los agentes le devolvieron las balas, no pensó en la posibilidad de que lo hirieran y no le importaba morir. Si ganaba, quería ganarlo todo. Si perdía, lo perdería todo, hasta su vida. El resto de sus compañeros y su hermano no pensaban de la misma forma y se tiraron al suelo. Mantuvieron un tiroteo que acabó en breve con la detención de los cuatro hombres, pero Héctor llegó hasta la glorieta del Emperador Carlos V, que se hallaba muy próxima, y la cruzó corriendo por la misma carretera. Un par de coches casi lo atropellaron y tuvieron que frenar de golpe para no hacerlo, lo que provocó choques y el caos de la circulación. Mejor, así los coches patrulla no podrían seguirle.
    Se dio cuenta de que huía solo, ni su propio hermano le había podido seguir. Los que sí le siguieron eran dos policías, un par de críos velocísimos. Casi estaban por alcanzarle mientras le gritaban que se detuviera. Ningún policía en su sano juicio dispararía estando la calle atestada de gente, así que Héctor creyó tener una oportunidad.
    Había llegado casi hasta la esquina de la calle Atocha cuando se giró sobre sí, alzando la pistola y disparando varias veces. Alcanzó a los dos agentes, que se derrumbaron, y tras comprobar que uno no se movía apuntó al otro. Pero no disparó. Ni siquiera él supo porqué no lo hizo. Se dio a la fuga teniendo al resto de los policías algo alejados aún y subió por la calle Atocha para perderse en los enrevesados callejones que lo sacarían a la zona de Huertas.
   Lo había logrado. Se había vuelto a salvar. Pero el gran golpe se había ido al cuerno y sabía que había matado a un policía. Tenía que dejar el país.
    Amberes, Toulouse, París, Bruselas, Manchester, Berlín. Huyó pasando por una inacabable lista de sitios. Voló hasta Sudamérica y acabó quedándose en Santiago una buena temporada. Mantuvo contacto con su hermano y con un par de personas más en las que confiaba. Ahora que Enrique había salido de prisión era hora de volver a casa.
    Salió del avión y caminó por la terminal hasta la aduana. Entregó el pasaporte y se quitó las gafas de sol. El agente de aduana miró el pasaporte y luego le examinó a él. El pasaporte llevaba su foto pero el nombre que ponía en la primera página era Carlos Pérez Ramos. Todo estaba en regla. Pasó y se encontró en territorio español. Había vuelto a casa.
    No podía dejar de sonreír. No llevaba más equipaje que la maleta que ya cargaba así que buscó la salida. Tenía pensado coger el metro pero le informaron que había un autobús que por dos euros le llevaría hasta el centro de la ciudad, nada más que hasta los pies de La Cibeles. Héctor volvió a sonreír. Ni planeándolo habría conseguido un destino mejor. Pero primero desayunaría.


    Una hora y cuarto después, al bajar del autobús en el Paseo del Prado, contempló la estatua de la diosa, magnífica, soberbia, sobre su carro tirado por dos leones tal y como la recordaba.
    Dio una vuelta alrededor de la rotonda pasando por delante del antiguo palacio de Correos, cruzando la calle Alcalá y luego el Paseo de Recoletos contemplando maravillado cada rasgo de la escultura, cada cincelada, cada ángulo.
    La expresión serena de la estatua, contemplando la Gran Vía con los ojos tallados sin pupilas ni iris y la boca cerrada. Una expresión sumamente seria, como si fuera la diosa de la justicia. Sobre su cabeza llevaba una corona de piedra y sobre los hombros un manto pétreo que le caía por el lado izquierdo, rebosando el trono sobre el que estaba sentada. Notó que su lado derecho estaba más adelantado que el izquierdo, como si se preparase para actuar. Vio a los dos leones que tiraban del carro en  el que viajaba, los dos con la garra izquierda alzada, uno de ellos con la cabeza desviada a la izquierda, vigilando el Prado. Los dos tenían la boca abierta en tan sólo unos centímetros y parecían que se reían malévolamente. ¿Se reirían acaso de la sobriedad de su ama? Sea como fuera, aquellas dos bestias de piedra habían arrastrado el carro de Cibeles durante tres largos siglos y quizás estuviesen condenados a seguir haciéndolo por toda la eternidad, siempre avanzando sin llegar a moverse del sitio. Y vio los chorros de agua comenzar a ascender. Uno de ellos, en la parte delantera del carro, brotaba directamente desde la boca de una enorme cara de roca labrada a los pies de la diosa dibujando un arco, saltando sobre las cabezas de los leones, justo entre medio de ellos. Otros dos chorros salían de los laterales de la escultura, dos geisers que se elevaban a ambos lados del carro, unos centímetros por delante del eje de las ruedas delanteras, superando la altura de la diosa sentada. El cuarto chorro Héctor lo descubrió al darle la vuelta a la estatua y contemplar cómo a espaldas de la divinidad había dos niños esculpidos vertiendo agua desde unos cántaros.
     Héctor acabó sentado en uno de los bancos del boulevard de Recoletos con la Casa América a su izquierda.
    Cibeles había sido la obsesión de Héctor desde hacía muchos años. Amaba esa estatua. Conocía su origen, quién la esculpió, porqué lo hizo, cuándo había sido. Sabía cuál había sido el emplazamiento original de la estatua y sabía muy bien dónde se hallaba ahora y porqué estaba allí.
    El sol le daba en la cara y con los ojos entrecerrados, Héctor sonrió con satisfacción.
    ‒Esta vez no me rendiré hasta que me des tu bendición. ‒ Le dijo a la diosa.
    Cibeles no le devolvió respuesta alguna. Siguió contemplando el vacío infinito con sus pétreos ojos huecos.
    Era hora de irse. Héctor se levantó y se puso en camino. Hacía un buen día y le apetecía andar, dar un paseo por las calles que conocía de vuelta a casa. Caminó por Alcalá hasta la Puerta de Sol y contempló cómo había cambiado.
    La plaza del kilómetro cero era ahora peatonal con sólo la calle Mayor como vía de circulación para coches y motos. Pensó en la forma que tenía la plaza. No sabía por qué se llamaba del Sol y siempre se lo había preguntado. Pensaba que, vista desde arriba, la forma de la plaza con las calles que salían de ella tenía la forma de un sol que aparecía por el horizonte. La plaza era un semicírculo perfecto y si fuera un sol contaría con cinco rayos luminosos. La línea del horizonte por el que aparecía ese sol era la calle Mayor y el rayo central que la cortaba perpendicularmente era la calle del Carmen. A cada lado de esa calle había dos calles transversales: Montera y Alcalá, a la izquierda; y Preciados y Arenal, a la derecha.
    Le asombró ver la estatua del Oso y el Madroño a la entrada de la calle por la que él andaba. La habían movido desde la calle Carmen. Y a la entrada de Arenal habían recolocado una escultura que anteriormente había gobernado el centro de la plaza: la Mariblanca.
    Subió la cuesta de Carretas viendo cómo las numerosas tiendas de ropa abrían. Atravesó Jacinto Benavente y descubrió que el teatro Calderón ahora era conocido como Häagen-Dasz. Bajó hasta la plaza de Tirso de Molina y se asombró de la metamorfosis que había sufrido. Habían desaparecido las explanadas de arena con bancos de granito y los frondosos árboles. En su lugar había una fuente con chorros de agua y un parque con columpios para niños. Se percató de una estatua que no vio a quién estaba dedicada y de los numerosos puestos de flores. Las terrazas de los bares ya inundaban la plaza.
    Héctor no reconocía su barrio. Asombrado, decidió bajar caminando por la calle Mesón de Paredes para ver qué más había cambiado en el tiempo que había estado fuera.
    Eran las 10:21 cuando llegó a la cafetería con el enorme cristal. Un policía salió de ella justo cuando Héctor pasaba por delante de la puerta.
    Maldición.
    Chocaron, e instintivamente se miraron a los ojos. Cruzaron sus miradas. Héctor vio algo en los ojos de aquel policía que no le gustó pero no supo adivinar qué era exactamente. Para colmo, Héctor no llevaba sus gafas de sol. Se las había quitado en la aduana y no se las había vuelto a poner.
    Maldición, maldición.
    ‒Disculpe, agente. ‒Dijo Héctor y procuró alejarse rápidamente.
    ‒ ¡Vaya con cuidado, ¿quiere?! ‒Un segundo policía le gritó desde el umbral de la puerta.
    Qué mala suerte, pensaba Héctor. Si no se hubiera parado a ver La Cibeles, o si se hubiese entretenido un minuto más, o si hubiera ido en metro en vez de ir andando, o hubiera escogido cualquier otra calle para andar, o tan sólo la acera de en frente, seguro que así no se habría topado con unos policías en sus primeras tres horas en la ciudad.
    Maldita casualidad.
    Tenía que largarse pero tenía que calmarse también. Casi chocó con un repartidor con un polo amarillo y rojo que caminaba con la cabeza gacha. Seguramente los policías no supieran nada de él pero sentía aquella incomodidad, aquel malestar. Algo iba mal. Se dijo a sí mismo que no fuera estúpido, que dejara de comportarse como un crío, que sólo eran los nervios por haber vuelto a casa, a un hogar irreconocible.
    Pero sabía que algo iba mal.
    Así que se dio media vuelta. Sólo volteó la cabeza un poco para mirar de reojo. Y ahí estaban los dos policías. El que había chocado con él parecía que colgaba su teléfono móvil y se dirigió calle abajo. El otro le seguía y ambos mantenían la mirada hacia adelante.
    Le miraban a él.
    Héctor siguió caminando mirando adelante, sin volverse de nuevo. Respiró profundamente mientras iba bajando la cuesta y con la mano que tenía libre buscó sus gafas de sol en uno de los bolsillos de su americana; se las puso. Apretó el paso.
    Varios callejones cruzaban Mesón de Paredes desde la derecha de Héctor. La calle de Abades, del Oso, de Dos hermanas, comunicaban la calle Embajadores con esa otra y allí morían. Por el lado izquierdo la acera era continua, llena de tiendas y bazares regentados por chinos y bengalíes sobre los que subían casas de varios pisos.
    Héctor pensó un par de veces en meterse por alguno de esos callejones que no estaban tan llenos de gente como en el que se hallaba pero algo le hizo desechar esa idea. Por la izquierda se abrió ante él una plazoleta cuadrada asfaltada donde los hijos de inmigrantes del Indostán solían jugar críquet por las tardes. Ahora sólo había un par de africanos negros como el tizón en ese instante. Por la derecha estaba la calle Cabestreros. Tras ese cruce la cuesta de Mesón de Paredes se empinaba un poco más. Héctor siguió.
    Ese trecho de la calle estaba vacío y presentaba un contraste con el que había unos metros atrás, donde la calle estaba llena de gente y tiendas. Ahora, a ambos lados de Héctor, sólo había portales y algún que otro locutorio vacío. El que no hubiera civiles era una ventaja para los policías, que podrían actuar más libremente.
    Al aparecer los policías a la altura de la plazoleta asfaltada los dos africanos se retiraron sigilosamente. Sólo Carvajal reparó en ellos pero les miró por el rabillo del ojo, nada más. Otero estaba absorto.
    ‒Otero, ¿qué estamos haciendo?
    ‒Tenemos que detenerle, pero cuidado, es muy peligroso.
    Héctor les sacaba una ventaja que cada ver era menor. Por la derecha sólo había una tapia y tras ella una caída en picado a un parque infantil en un desnivel de un par de pisos. A la izquierda comenzaba la calle Caravaca y ahí la vio.
    Roja. Reluciente. Brillante. Hermosísima.
    Una motocicleta Vespa con cajetín negro en la parte de atrás.
    Algo le inspiró confianza. No había visto ningún otro vehículo aparcado en esas calles. Se acercó para examinar la moto. No podía equivocarse, sólo disponía de unos segundos.
    Bingo.
    La cadena colocada entre los radios de la rueda delantera estaba mal puesta, no había cerrado. Héctor la retiró sin problemas. Presionó la tapa de la caja de los cables y la abrió. Un sencillo cruce de cables y realizó un puente para arrancar la moto.
    ‒ ¡Héctor Clavel!
    Se volvió instantáneamente al oír su nombre y se encontró con los dos policías cruzando la esquina, mirándole. Uno de ellos le conocía.
    Héctor estaba para sentarse en la moto y largarse cuando uno de ellos se le acercó. Esa parte del callejón estaba vacío.
    ‒ ¿Se refiere a mí, agente? ‒Preguntó Héctor mirando a través de sus gafas de sol.
    Otero avanzó hacia él. No había sacado su arma pero su mano derecha la tenía colocada encima.
    ‒He esperado mucho tiempo, Clavel. ‒Le dijo Otero.
    Carvajal estaba confuso.
    ‒Creo que se confunde, agente. Mi nombre es Carlos Pérez. ‒La voz de Héctor reflejaba el acento chileno que había adquirido de su paso por Santiago.
    ‒Las manos arriba, Clavel. Y sepárate de la moto.
    Otero no había desenfundado pero estaba muy cerca de Héctor. Éste no obedeció la orden.
    ‒Señor. ‒Le dijo Héctor. ‒ Le repito que me confunde con…
    ‒ ¡Vamos! ‒Gritó Carvajal apareciendo. ‒ ¡Ya ha oído! ¡Arriba las manos, suelte eso!
    De un manotazo Carvajal le tiró la maleta al suelo. Se había aproximado velozmente para poner un poco de orden. Otero parecía estar en otro mundo y aquel tipo con barba al que habían parado, ¿quién demonios era? No entendía nada pero quería ayudar a su compañero. Se había colocado un paso por delante de Otero, que estaba claramente nervioso, y se hallaba frente a Héctor. Héctor podía visualizar a los dos agentes desde donde estaban.
    Héctor levantó las manos enseñando las palmas pero no alzó los brazos que los mantuvo pegados al cuerpo, un viejo truco que transmitía la idea de que el sospechoso estaba bajo control cuando, en realidad, al tener los brazos a la altura del cuerpo era cuando más preparado para defenderse estaba.
    Carvajal le cacheó rápidamente. No iba armado. Otero seguía de pie, frente a él pero por detrás de su compañero, sin quitarle ojo. Carvajal encontró el pasaporte en el bolsillo interior de la americana. Se giró hacia Otero.
    ‒Está limpio.
    ‒ ¿No lleva armas? ‒Le susurró Otero sin despistarse de Héctor.
    ‒Encima no.
    ‒Miraré en la maleta.
    Otero se agachó aún vigilante para examinar el equipaje de Héctor al mismo tiempo que Carvajal usaba las dos manos para abrir el pasaporte.
    ‒Aquí dice que se llama Carlos Pérez Ra…
    Como un relámpago, Héctor dio un paso a la izquierda colocándose en una situación estratégica, haciendo que Carvajal quedara situado entre Otero y él. En el mismo parpadeo había arrebatado el arma del agente Julián Carvajal sin que lo percibiese y, después de amartillarla, le disparó por la espalda.
    Otero, de un brinco, se incorporó y se llevó las manos a su arma.
    ‒ ¡Quieto! ‒Gritó Héctor. ‒ Si agarras tu pistola estás muerto.
    Apenas un par de metros separaban a los dos hombres que permanecían inmóviles. Otero estaba paralizado de miedo. Era la segunda vez en su vida que ese tipo le apuntaba. ¿Para eso había sobrevivido quince años atrás? ¿Para morir ahora a sus manos?
    Sintió un temor apabullante, no se movía pero sentía que las piernas le temblaban y tenía un enorme deseo de orinar. Pensó que era un cobarde; no había hecho nada en el pasado y no haría nada ahora. Estaba preparándose para suplicar. No quería morir. Pensó en que no se había merecido ningún ascenso y que era mejor así. Ojalá no hubiera deseado nunca una vida de acción y emociones. Ojalá se hubieran ido a desayunar esa mañana al bar Lucas, se habría comido unos churros y no se habría cruzado nunca con Héctor Clavel. Su estúpida y aburrida vida habría sido estúpida, aburrida y larga.
    ‒Quítate el cinturón. Muy despacio. ‒Le ordenó Héctor. ‒ Luego, lánzalo lejos.
   Héctor se lo había pensado. No quería matar a más polis. Sólo quería largarse de allí. Eso era un contratiempo que retrasaría su gran golpe otra vez. Por otro lado, si dejaba vivo a aquel policía sería un problema. Le conocía y le había reconocido. Un policía don nadie sabía que Héctor Clavel había vuelto.
    Pero si le mataba, y el otro poli tendido en el suelo moría también, tendría que esconderse mucho tiempo, varios meses o quizás más. No, esa mañana no tenía que morir nadie más.
    Otero lanzó su cinturón ‒con esposas, porra, arma y comunicador ‒ tan lejos como pudo.
    ‒Ahora, retrocede diez pasos. ‒Dijo Héctor sin moverse. ‒ Y túmbate en el suelo boca abajo, muy despacio.
    Otero lo hizo. No veía nada más que los adoquines de la calle. La boca le temblaba y los ojos se le empezaban a humedecer.
    Héctor se agachó para recoger su maleta sin dejar de apuntarle. Le echó un vistazo por el rabillo del ojo al otro. Carvajal estaba tendido en el suelo, boca abajo, inmóvil, y sangraba bastante. Una vez incorporado, Héctor se montó en la Vespa y arrancó.
     Sin verle alejarse, Otero echó a llorar mientras oía cómo menguaba el ruido del motor hasta que desapareció.
    Eran las 10:33. Hacía dos minutos que Raúl Galán, de veinticinco años, repartidor, había salido de la cafetería con la cristalera grande y había bajado por la calle Mesón de Paredes mirando la servilleta en la que la camarera argentina, Graciela, le había escrito su dirección y su teléfono. Había aparcado su moto, una Vespa roja, en la calle Caravaca y tenía en su cajetín dos paquetes que entregar.
    Al llegar al cruce con dicha calle giró la esquina a su izquierda para contemplar cómo su moto se perdía en la lejanía y a dos policías tirados en el suelo.
    Raúl maldijo en voz alta de todas las formas que conocía y se llevó las manos a la cabeza, tirándose del pelo, mientras daba un par de pasos en una dirección, luego otros dos en otra, dos más hacia allá y otros dos para acá. No se paró a contemplar las infinitas posibilidades, como que si se hubiera tomado el café después de hacer las entregas jamás se habría cruzado con aquellos tres hombres, no le habrían robado la moto y el plan de Héctor Clavel habría fracasado antes de empezar.
    Pero la casualidad le había escupido en la cara.